Fracasar es algo que las personas queer hacen y han hecho siempre muy bien; para las personas queer el fracaso puede ser un estilo…, o una forma de vida… y merece la pena cuando se compara con esos escenarios lúgubres del éxito que dependen del ‘intentarlo una y otra vez’.
Jack Halberstam, El arte queer del fracaso.
Si alguna vez hubo un tiempo en que necesitáramos nuestro cinismo, ese momento es ahora —cuando el futuro que se nos vende es tan insistentemente brillante—. La Buena Vida puede estar por ahí en alguna parte, o puede que no. En cualquier caso, hemos tendido a encontrar nuestros placeres en otra parte.
Heather Love, Compulsory happiness and queer existence.
Desde hace un tiempo, me viene interpelando la necesidad de habitar otras formas de vida marica, presuntamente fallidas. O mejor, me interesa volver — como han hecho Heather Love o Jack Halberstam—, sobre aquellas trayectorias disidentes, sobre aquellos episodios de la mal llamada “diversidad sexual” que resultan incómodos o inasimilables en los cánones homonormativos del triunfalismo gay. Hay toda una parafernalia de sentidos alrededor del matrimonio igualitario, de la visibilidad LGTB+, de la asimilación gay que resultan asfixiantes: de un modo u otro, hay que ostentar una vida normal —ser lindo, joven, exitoso, masculino, deseable—. Hay que formular una narración de sí que nos aproxime a las expectativas sociales; hay que “tener una vida” que pueda relatarse y aplaudirse. Cuando, por ejemplo, reivindicamos con orgullo “el mismo amor, los mismos derechos”, ya se supone que algunas afecciones, que ciertas identificaciones, que determinadas corporalidades no traerán consigo, como diría Sara Ahmed, la felicidad prometida, no estarán a la altura de las formas de vida que supone el conyugalismo LGTB+. En ese marco, la propia vida, la mía al menos, se debate sobre aquellas situaciones personales en las que nos apremia la vergüenza, el autodesprecio, el fracaso, la fragilidad; en todas esas formas de estar-en-el-mundo, modalidades que una arrastra casi desde el vientre materno, pareciera no haber sitio para narraciones que hablen de ruptura, de tristeza, de incerteza, de finales desgraciados. De todas esas calamidades —tan humanas, tan cercanas—, se hacen eco los versos que Gastón Malgieri reúne en Animales poco útiles. En el relato que aquí se cuece, una encuentra palabras para ese conjunto de afecciones —usualmente descalificadas— que inician nuestro relato (im)propio y que, como pesada herencia, nos siguen vayamos donde vayamos.
En los términos de Ann Cvetcovich, se puede decir que Animales poco útiles funciona como un “archivo de sentimientos”, como un pequeño catálogo de emociones que se construye a partir del trauma; un idiosincrásico “mapa afectivo” que devela el territorio de una demolición que resulta inadvertida —“De tanto guardar las formas/una termina por volverse indiscernible”—. Pese a su carácter singular, el trabajo de Malgieri nos devuelve una experiencia frecuente, si se quiere universal: la memoria de una ruptura amorosa que se repite, el desarraigo del cobijo materno, el doloroso abandono de la casa que posibilita que una misma —la voz marica que se expresa en el poema—, pueda habitar alguna otra imagen deseada de sí. Ya lo repetía Perlongher: deseoso es aquel que huye de su madre (Lezama Lima). Es ese contrato (roto) con la progenitora el que nos (des)orienta en la elaboración de nuestro propio glosario sentimental. Repito, la que habla en el poema es la voz de la marica que conjura la lengua materna; que adivina sus consabidos giros, que repite sus intenciones fallidas, que lamenta sus peligrosas bendiciones. Que aprende un mantra amoroso que se ensayará fallidamente en/con otros cuerpos. Estos versos conmemoran la partida hacia “un campo minado que se atraviesa a oscuras”, un desgarro fundante en el que el cariño resulta fraudulento porque no garantiza armadura alguna: en todo caso, la madre dice al niñ* —y la marica repite al amante—, la fortaleza no es otra cosa que “la habilidad de inventarse una narrativa de la soledad para hacerle frente a los huracanes”.
Animales poco útiles es así el archivo de una pedagogía sentimental que se cultiva a la sombra de la narrativa materna, y por ello, da cuenta de una economía afectiva que se pone en circulación una y otra vez, cuando se reitera esa particular escena de recono- cimiento que llamamos “amor romántico”. En un arduo entramado de restos que inventa la memoria, Malgieri le pone palabras a una guerra para la que no estamos preparadas, a la que asistimos desnudas, sin la coraza de amianto, sin la envoltura de certezas que pudiera prote- gernos. En este mundo de depredadores —“Afuera todo arde en su lógica destructiva/están devorándose unos a otros la calma”—, solo nos arropa el miedo; cubier- tas apenas con una piel que lo siente todo, no podemos menos que sufrir “a pelo”. Vencida por el peso de los in- fiernos cotidianos, la voz diaspórica de Animales poco útiles compone una fenomenología —detallista, barthe- siana— de la ruptura; reúne a su modo los fragmentos de un fracaso amoroso que principia con la madre y que cada tanto se interpreta en alguna otra peripecia amoro- sa. La promesa de “estarnos cerca” esconde su secreto y su peligro: “dejar librado al minotauro ciego/que supi- mos criar en la noche/abismados de tanta mitología de la saliva”. Es decir, pretende inútilmente conjurar a fuer- za de amor una bestia escrita a dos manos, una mistificación —apenas un narcótico— que por fin nos despe- daza. Como extranjera en su propia casa, esta marica construye el archivo de la ilusión que se pretende común y se escribe con fluidos, atesora los indicios que otros cuerpos —el materno, el de otros amantes— dejaron a su paso; su vestigio indeleble entre las cosas, en la carne, en la propia casa. En la vigilia, la conciencia pretende precintar, asegurar cada una de las marcas dejada por el cuerpo amante; la noche oscura trae consigo una tregua que permite el olvido.
En Animales poco útiles hay todo un inventario de heridas y dolores —“todo un trazado de lesiones que me hablan:/trofeos que me guardo en el insomnio”—; frente a tales infortunios, queremos creer que nuestros cuerpos conjugados pueden detener el daño que el “cuchillo del afuera” nos propina. No obstante, Malgieri sabe que no hay apósito capaz de detener el deterioro que acopian los días: la palabra-promesa del otro —“Una vez dijiste…”— solo se cumple como presagio de algo que termina mal —“la asfixia pretérita” que es “anticipo de lo inhóspito que nos nombra”; una herida que “no es más que el pretérito de la cura”—. El cuerpo es memo- ria de lo que los apropiadores hicieron con nosotras; a esas cicatrices se las cura en la huida —“me perderé para siempre entre los árboles”—, en esa terra incognita en la que podremos “criar la lengua del desacato”, como pro- pone val flores. Como apunta el poema, “esa fábula de sí” que la madre ha legado, comunica dos animalidades; entrevera la precaria verdad del relato heredado —nos sabemos solitarias y sumisas bestias de carga— con un destino intrascendente, pero promisorio: un horizonte ajeno donde el cuerpo “podrá ser en toda su desmesura”. En efecto, la voz del animal herido encuentra consuelo en una partida que es salida, en una vuelta al bosque en la que se halla la rima, la narración que barrunta otra forma de vida: la oportunidad de “construir un nuevo sentido del amparo”.
Animales poco útiles, en suma, alumbra el origen de una experiencia errática, cotidiana, a veces desdicha- da: la de saberse marica, la de lidiar con un destino, la de interpretar ciertos guiones trillados y así perseverar en el intento. La poeta nombra, para mí, para muchas otras maricas, un acento que se elige, una salida airosa que nos urge, una búsqueda narrativa que se balbucea sin éxito. En estos versos hay entonces un grato hallazgo: Gastón Malgieri nos recuerda, como han sugerido Love y Halberstam, que nuestra diferencia —en este caso, la de las maricas— está signada por un fracaso bautismal que no busca repararse, que es posible habitar, que trae sus deleites y sus sinsabores. Está marcada ab initio por el trabajoso equilibrio que se trenza entre el relato ajeno que nos designa y la riesgosa apropiación de esas pal- abras. Está signada, al fin de cuentas, por una conver- sación con los espectros que deviene materia del poema.
Córdoba, Febrero de 2019
Eduardo Mattio (Córdoba, Argentina, 1969). Es marica feminista. Es Doctor y Lic. en Filosofía por la Universidad Nacional de Córdoba (UNC, Argentina). Es profesor de ética en la Escuela de Filosofía e investigador en el Área de Feminismos, género y sexualidades (FemGeS) del Centro de Investigaciones María Saleme de Burnichon de la Facultad de Filosofía y Humanidades, UNC. Dirige el proyecto de investigación “Emociones, temporalidades, imágenes: hacia una crítica de sensibilidad neoliberal” (CIFFyH, UNC). Ha publicado artículos y capítulos de libros en el país y en el extranjero sobre cuestiones de género y sexualidad. Ha sido docente de posgrado en diferentes programas de posgrado del país y también ha sido profesor visitante en la Maestría de Antropología social de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, México. Su trabajo de investigación reciente cruza cuestiones de filosofía práctica, teoría queer y giro afectivo.