A veces sueño que me expando
y ondulo como una llanura, sereno y sin miedo, y más grande
que los más grandes. Yo soy entonces
toda la arena, todo el vasto fondo marino.
Fragmento del poema “El lenguado”, de José Watanabe
Pienso en Platón y el Mito de la Caverna. En la imagen falsa de nosotros mismos y en la proyección disímil de los otros que se dicen ser y no son, y de este mundo que se deshumaniza y se desmorona paulatinamente frente a nuestros ojos. Desde hace tiempo que no podemos ver: cojeamos de la vista y del oído, cojeamos de aquel y destos otros.
Estamos inmersos en una cueva posmoderna donde los abrazos en vez de unir, separan, desunen; donde las familias se desgajan en indiferencias someras. Ni el calor de los cuerpos irrumpe en ese espacio/tiempo donde el ego se erige como un centinela que lo controla todo, donde la apatía se implanta y nos destruye. Quizá por ello, Rafael Saravia tañe las campanas y nos dice. Cito:
Las campanas nacían discretas,
su ego se repartía en el silencio blanco.
El hielo aterido de sí mismo.
El abrazo contrario de Saravia es la ausencia de la camaradería, es el vacío taladrando en la nada para tratar de encontrarse en estos tiempos de descomposición y de egotecas, en estos tiempos de realidades múltiples y del hartazgo; es, también, el amor observando al mundo desde el empañado cristal de su ventana desde donde el poeta canta para anunciar que aún se encuentra ahí, que aún, pese a todo, no se renuncia y se persiste con el arma que permea cada verso, en la palabra escrita, en la denuncia, en el eco que no dejará de estar sonando. El poemario, pues, es un canto que desborda rabia y que a su vez contiene un dejo de esperanza, un resquicio por donde se despiertan las conciencias, una evocación para comprender que aunque los actos mueran, como decía José Emilio Pacheco, quedan aún las palabras que los nombran.
El poeta entiende en cada poema que es ya imposible callar, que se requiere esa voz rasgando los entresijos, nombrándolos, para que el tiempo juzgue la desmemoria, para que cada línea enmarque la verdad de la que somos testigos, la única verdad que nos expone la burla en que se han convertido los clasismos y la farándula político-social que nos aplasta. Y ante todo esto, la voz de Saravia siempre tiene un anhelo que se entrecruza, que se mezcla y que se esconde para mostrarnos que siempre tendremos esperanza de que este mundo, el suyo y el nuestro, cambien. Cito:
Sólo unos pocos sabemos lo difícil que es dejar de soñar.
Sólo unos pocos de miles más
somos capaces de atar el hambre
produciendo tensos vacíos de esperanza.
En El abrazo contrario, la desesperanza brota y muestra cierta impotencia en la que el poeta manifiesta su dolor y su coraje como cuando señala que Escribir no siempre tiene sentido, y sin embargo sigue haciéndolo para luego regalarnos un verso, en un poema posterior, que dice: Ser maíz en tierra de orquídeas, un verso que en este país que se desangra, en esta patria mía que se cae a pedazos ante la frivolidad de sus autoridades, en este estado donde la pobreza nos cala hondo, plasma la realidad nuestra de cada día.
Saravia, como lo hicieran los poetas latinos, se cuestiona a sí mismo, cuestiona la palabra y su eficacia, su efectividad ante la hecatombe que lo persigue y que lo aplasta, y que es parte de ese ensimismado lastimero que nos nombra. Cito:
¿Y si la voz no fuese peso,
desastre vacío,
cordura amorfa,
y fuese contagio,
verdad e inconsciencia?
Dividido en tres partes (Barrios de sal, Tejer fronteras y Derramas de luz),más el maravilloso y descarado texto que redacta el maestro Antonio Gamoneda al que titula Frontispicio para El abrazo contrario, de Rafael Saravia. Pudo ser texto ecuánime pero no había con qué, más la nota “aclaratoria” de la intencionalidad del texto, el poemario tiene sentencias que plasman el oficio del poeta y ese compromiso que T. S. Eliot remarcaba que debía ser, en primera instancia, con la palabra y que el vate español retoma al señalarnos: Traemos las ganas perfectas para tejer futuros y por eso la denuncia, por eso la sentencia de ser y estar, de pertenecer y de romper con esos círculos a la que la apatía nos ha condenado.No por algo Saravia nos dice en Camino: Si ves un cordero ensangrentado en la senda, ayúdale.
Y al final del libro, el poema XXIII que es cíclico en sí y que cierra el poemario con una fuerza que era necesaria. Porque al final escribimos para denunciar, para mostrar que pese a todo lo horrorosos que son los panoramas, pese a todo el desaliento que se agolpa, siempre debemos estar atentos, como dice el poeta, ante Cualquier presagio que nos haga llorar, antes de cada abrazo contrario.