Recé a la oscuridad, a la noche, a la carroña.
Neil Gaiman en “Un sueño de un millar de gatos”
Lo aprendió de su madre. Y ésta, a su vez, de su abuela. Pero es la primera vez que lo intenta. Está encerrada en un baño en el que ya miró cada centímetro de piso, pared y techo buscando alguna salida. La única posibilidad es la minúscula ventana ubicada sobre el retrete, mas no hay forma de que su cuerpo pase por ahí.
Baja la tapadera del escusado y se sube. Ni así alcanza a asomarse, únicamente puede sacar las puntas de los dedos de una mano y rozar el viento; debe sostenerse con la otra. Será difícil que alguien vea asomarse sus pequeñas falanges con uñas pintadas de azul rey, menos aún escuchar los gritos que de cuando en cuando aún suelta.
Supone que, ahora, él está dormido. En parte por miedo a despertar a esa furia y otro tanto por la garganta reseca, irritada de tanto vociferar, los minutos en silencio comienzan a convertirse en horas que alterna sentada o de pie, mirando cada tanto el rectángulo que ofrece esa libertad mínima e inalcanzable.
Además, está la peste. A pesar de las horas transcurridas ahí, no ha podido acostumbrarse al hedor a caño que inunda el cuartucho en el que apenas hay el espacio justo para sentarse en la taza y donde no hay ni regadera. Le gustaría quitarse la porquería de encima: lo expulsó todo cuando la atraparon. Su propia fetidez se opaca con la que surge de un hoyo de desagüe enorme y sin rejilla. Cada que la mira, teme ver dos pequeñas luces asomando por ahí, husmeando con la nariz y el hocico dentado cualquier basura para consumir, o un manjar como el de su carne suave de niña de trece años. Lo único que creyó divisar cuando entró despavorida en aquel refugio fue una cola larga, gorda y rosada huyendo a prisa. No considera aquel hoyo húmedo y enmohecido como una vía de escape porque está segura de que terminará en un lugar peor.
Se concentra de nuevo. Lo ha intentado varias veces sin notar cambio alguno. Hace lo que su abuela le repitió tantas veces: cerrar los ojos, respirar profundo —aguantando las náuseas—, expandir el tórax y exhalar lentamente. Repetir hasta hacerlo de forma mecánica. Aquí es donde se detiene: las arcadas son insoportables. Lo intenta ahora de pie, sosteniéndose de la pequeña ventana.
Una vez acompasada la respiración, a su mente llegan recuerdos contados por su abuela, quien empezó a desarrollar vitíligo al quedar embarazada de su única hija, a los catorce años. Repudiada hasta por los suyos, fue expulsada de la comunidad. Se refugió en una hacienda abandonada luego de que el fuego consumió todo lo útil; ruinas de las que se habían apropiado los gatos ferales, mismos que le dieron la bienvenida. Sin sustento y más preocupada por su bebé que por ella misma, comenzó a imitarlos al cazar, los seguía sigilosa, atenta.
No sólo la astucia, también la gracia y pulcritud de sus compañeros la convencieron de que era el mejor lugar al que pudo haber llegado. Por aquellos días, los vecinos de pueblos cercanos comenzaron a hablar sobre una gata carey que se aparecía cada noche rondando por los tejados. Sus pasos, que deberían ser apenas perceptibles, se delataban cada vez más pesados y un poco torpes, exhaustos. Quienes tenían oportunidad de verla mejor, decían que estaba preñada.
Su abuela solía contarle que, su madre, cuando era pequeña, lo hacía una y otra vez, pero ella siempre lograba identificarla entre el grupo de gatitos que se renovaba cada pocos meses. Las manchas oscuras que le cubrían las orejas, el rostro y la cola la volvían única. Conforme creció, pasaba más tiempo en esa otra forma, la que para ella era la real. La abuela no supo qué pasó, pero durante la pubertad, comenzó a notar un alejamiento paulatino que culminó con su partida. Al regresar venía acompañada, y sólo se quedaron un par de días, tiempo suficiente para que la abuela le narrara a la niña sus historias y le hiciera saber que también ella, si lo necesitaba en un momento de peligro, podía recurrir a esa pericia que llevaba en la sangre.
Comienza a percibir el olor del musgo. Después, el humo de madera ardiendo. También la hierba recién cortada. Mantiene los ojos cerrados cuando su cuerpo comienza a reducirse, encogerse cada vez más. Siente que el centro de su ser es un vórtice que atrae cada partícula hacia sí para luego liberarlo transformado, divino. La piel queda oculta por un pelaje negro y suave. Su nariz húmeda y tibia olisquea la esperanza de la abuela, debe andar cerca. Retrae el tercer párpado y abre los ojos. Sube con cuidado al tanque del agua del retrete, calcula la distancia a la ventana, menea un poco los cuartos traseros mientras encoge aún más el cuerpo y salta a través del rectángulo.
Nicole Marie Scott Michel (Tuxtla Gutiérrez. Chiapas. Primavera de 2021). Educada en su ciudad natal, Nicole Scott Michel ha abrevado, desde su primera infancia, de dos universos culturales complementarios que la enraízan a lo local, como una comprensión originaria del mundo, al tiempo que se enlaza en sus ramajes a una visión más global de la vida. El dominio de dos lenguas y sus bagajes como acervos de lo humano, le han permitido desde lo materno el conocimiento inmediato del entorno, comunicándose con el pasado y presente para imaginar el modo en que se esparcen los puntos cardinales, su relación con las constelaciones y galaxias. Desde este punto, los diálogos con el padre y la abuela canadienses, en una década de relación presencial, se expanden en los diálogos a distancia que, de algún modo, le han nutrido de un devenir histórico distinto. Desde estos dos polos, observó desde niña las imágenes de lo cotidiano con mirada creativa, asombrada ante la inmensidad del ser humano, para crear desde entonces las formas que el dibujo permite a los infantes representar la vida.
Nicole fortaleció su vocación en sus estudios de preparatoria, al incorporarse a la especialidad de arte y humanidades, en su formación pre universitaria y, al mismo tiempo participar en los cursos académicos de pintura al óleo, escultura, efectos especiales y cine, en la escuela VisualizArte. En este compromiso de crear, aprender y descubrir el mundo, Nicole realiza estudios profesionales en la Licenciatura en Arte Visuales, de la Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas. Como resultado de este proceso, en su trayectoria ha participado en exposiciones colectivas en instituciones culturales de Chiapas.
Actualmente Nicole se dedica a la producción pictórica, de manera independiente y paralela a su formación profesional universitaria; parte de ella se reúne en la muestra “Enigma”, su primera exposición individual.
Lola Ancira (Querétaro, 1987) ha publicado ensayos, cuentos y reseñas literarias en diversos medios electrónicos e impresos. Es autora de los libros de cuento Tusitala de óbitos, El vals de los monstruos y Tristes sombras. Fue becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas y del Fonca. Su obra ha sido antologada, entre otros libros, en El ensayo 2 (UNAM, 2021) y Mexicanas. Trece narrativas contemporáneas (Fondo Blanco, 2021). Fue seleccionada por la Feria Internacional del Libro de Guadalajara 2019 como uno de los ocho talentos mexicanos para su programa literario ¡Al ruedo!, y actualmente imparte talleres de cuento y cursos de literatura fantástica.