La lluvia sirvió para que la sangre se diluyera de la cara de Jesús. En el reflejo de la ventana, vio como los hilos granas recorrían su rostro y se fundían con el agua hasta caer sobre la camisa blanca. Tuvo un recuerdo, no era la primera vez que se veía así. Examinó su pecho y el costado izquierdo para ver si estaba herido. Nada. Se limpió el exceso de humedad con el dorso de la mano izquierda, desesperado. Tocó la culata de la pistola, todavía tibia, fajada en la parte delantera del pantalón, para sentirse seguro en caso de ocuparla de nuevo. Miró para todos lados del callejón. Metió ambas manos en los bolsillos y continuó alejándose del sonido de las sirenas policiacas que parecían taladrarle el cerebro. Encorvó un poco el cuerpo para que la mata de cabellos hirsutos le tapara el rostro. Cuando salió del callejón, el persistente aguacero comenzaba a formar cicatrices en la piel de la ciudad. Dio vuelta en la calle para mezclarse con los demás peatones que corrían cómo si eso fuera a evitar que se mojaran. Jesús, por el contrario, comenzó a caminar a paso lento.
Debemos ponerle un alto a Jesús, está fuera de control. Pedro terminó de revolver el azúcar al café. Chupó la cuchara y la colocó sobre la barra de la cafetería. Juan remojó un pedazo de concha de chocolate en su bebida caliente. ¿Y tú se lo vas a poner? Dio una mordida. ¿Tú le vas a decir al jefe cómo se porta su hijito? Con la boca llena, Juan sonrió. Pedro se tocó la barba, pensativo. ¿Estás de acuerdo que fue una pendejada este robo? Yo nunca dije que lo hiciéramos, todo fue idea de Jesús, sólo comenté que hacía mucho que no atracábamos un banco. Pedro sopló al café para bajarle la temperatura. ¿Y eso no es lo mismo que alentarlo?, manos arriba, esto es una asalto y pum, un disparo en el pecho del guardia de seguridad. Pedro hizo una señal con los dedos en forma de pistola. Tranquilo, tranquilo, no seas exagerado. Juan giró la cabeza para ver si alguien más había escuchado. Una pareja de jóvenes, en una mesa contigua, miró su celular y sonrió. Un adolescente de rasgos indígenas y bigote incipiente, trapeaba afanosamente el piso para secar el exceso de agua que dejaban los clientes al entrar. Convencido que nadie se había percatado del comentario de su amigo, prosiguió. No, no, así no fue, mientras tú esperabas en el carro, yo le dije a Jesús que nada de muertos, pero andaba acelerado, tú sabes. Juan se tocó varias veces la nariz. ¿Tú le diste? Cómo si eso importara, él puede conseguir en todos lados. Bajó la voz. Recuerda de quién es hijo. Pedro miró el ventanal de la cafetería. El vapor que salía de la cocina provocó que el vidrio se empañara. Los transeúntes caminaban de prisa en busca de un lugar dónde guarecerse. Juan, hay ocasiones en qué no entiendo que hacemos aquí, en vez de estar tranquilos en otra parte. Pasó las manos sobre su nuca y elevó la cabeza. Observó el techo que comenzaba a llenarse peligrosamente de grasa. Lo sé, pero recuerda que esa es nuestra misión ahora, proteger al junior. Juan dio la última mordida al pan. Varias morusas cayeron al piso. Está bien que a él le hayan quitado sus beneficios, pero ¿pero porque a nosotros? Pedro dio un sorbo. Hizo señas a la mesera para que trajera más. El jefe sabe porque hace las cosas, nosotros nada más obedecemos, Pedro. Una mujer con medias blancas para ocultar la celulitis se acercó con una cafetera humeante. Rellenó ambas tazas. Qué buena lluvia, hasta parece que dejaron abierto el grifo allá arriba. Juan esbozó una sonrisa. O como dicen algunas personas, son ángeles llorando. O meando, Pedro interrumpió. Los tres soltaron la carcajada. ¿Algo más, señores?, ¿un postrecito? Negaron con la cabeza. La mujer levantó la comisura de sus labios y la pasta de maquillaje también se movió. Dio media vuelta. Se alejó contoneándose. Juan no pude evitar ver los engrandecidos glúteos de la mujer que parecían amenazar con rasgar la falda. Concéntrate hombre, entonces, ¿qué sucedió? Pedro extendió la mano para agarrar la azucarera. Entró Jesús primero, yo detrás de él, de inmediato sacó la escuadra y hasta eso, que mendigo tino tiene, en el puro pecho al de seguridad. Chingada madre Juan, se arriesgaron mucho, los pueden matar. Juan no replicó. Esto es lo que les puede pasar si no hacen caso, ahora todos al piso con las manos en la nuca, continuó. Juan cobijó con las dos manos la taza. A un mismo tiempo los clientes del banco se dejaron caer sobre el suelo, comenzaron a sollozar, Jesús se dirigió a la cajera y la tomó por los cabellos. Cerró el puño y lo zarandeó en el aire. No me mate, no me mate, le daré todo el dinero, pero no me haga daño. Juan imitó una voz femenina. Jesús vació un bote de basura y le ordenó que lo llenara. ¿Y tú, qué hacías mientras? Pedro lo fulminó con la mirada agría. Pues cuidando la puerta. Sí, la cuidaste muy bien. Lanzó un gruñido. Un pequeño descuido, a todos nos puede pasar, ¿sigo? Pedro asintió mientras soplaba al café. Jesús preguntó por el gerente, un calvo que estaba detrás de un escritorio levantó la mano, le ordenó que se pusiera de pie y que lo llevará dónde estaba la caja fuerte. Pedro golpeó la madera. Sólo efectivo, bien saben que es ir sobre los billetes y ya. Yo lo sé, pero es Jesús, a final de cuentas a quien le rendimos cuenta es a su padre. Juan se acodó sobre la barra. Total, se llevó al pelón hasta la bóveda, regresó a los dos minutos arrastrando una bolsa de lona, ahí fue dónde me descuidé, me acerqué a ayudarle mientras que él iba por el dinero de la cajera. ¿Entonces no escuchaste nada? Juan levantó las palmas de la mano a la altura del pecho. ¿Cómo voy a imaginar que una patrulla se va a meter al banco con todo y puerta principal?, apenas tuve tiempo de ponerme atrás de esa mesa para empezar a disparar, no estoy orgulloso de lo que hice, pero ahora que estamos aparte debemos valernos por nosotros mismos. Pedro asintió. Lo demás ya lo sabes, llegaste por atrás, embarraste el carro con la patrulla, te bajaste echando bala, cayeron los dos policías, salimos, yo me fui contigo y Jesús corrió por otro el otro, para el callejón. ¿Y la cajera?, ¿tú le diste? Juan sonrió. No, fue el junior, vi la cara de susto que puso cuando llegaron los cuicos, se le salió el tiro, la mujer estaba muy cerca y lo embarró de sangre y sesos, por eso no reaccionó bien, ya ves cómo le afecta matar cristianos, sobre todo mujeres, parece que se le acaba el mundo, pero que no friegue ya debería de estar más que acostumbrado. ¿Quieres más café? Buscó con la mirada a la mesera. Llevamos cinco tazas, Pedro. Y las que faltan, no nos podemos mover hasta que llegué Jesús, sabe que estamos aquí ¿no? Sí, ya estaba hablado que si algo llegaba a salir mal nos veríamos en el Café Los Olivos, esté es el punto de encuentro. Los dos se quedaron callados. ¿Y si lo atoran? Ni modo, vamos a tener que sacarlo, si no el infierno nos va a quedar chico. Juan chasqueó la lengua, cabizbajo. Mierda de trabajo. La puerta de la cafetería se abrió y Jesús, empapado, ingresó. Se quedó estático en la entrada. Hizo una seña con el dedo índice y volvió a salir. Juan y Pedro se pararon al mismo tiempo. Dejaron un billete sobre la mesa. Entre los dos comenzaron a cargar una bolsa de lona. Los tres se dirigieron al estacionamiento. Pedro quebró el vidrio de un tsuru viejo. Juan se subió del lado del copiloto y Jesús en la parte trasera junto con la valija. Un minuto después el auto prendió. Avanzaron. Las gotas comenzaban a mermar cuando se detuvieron en un alto, tres minutos después. Los tres sacaron la cabeza y voltearon al mismo tiempo al cielo para ver como un rayo de sol rebanaba una nube oscura. La luz del semáforo cambió. Denme un cigarro. Juan extendió una cajetilla. Jesús entendió que ninguno de los dos le iba a recriminar nada. Mejor. No tenía por qué dar explicaciones. Aún después de dos mil años seguía siendo el Mesías, rebelde y desorientado, pero el Mesías al fin. Y pobre de ustedes que le mencionen algo de esto a mi padre. Luego, Jesús encendió el cigarrillo mientras la lluvia se detenía completamente.
Carlos René Padilla (1977). Narrador y periodista, vio por primera vez la luz… de las patrullas en Agua Prieta, Sonora. Autor de Amorcito Corazón, Un día de estos, Fabiola y No toda la sangre es roja. Ganador del concurso del Libro Sonorense en los géneros novela, crónica y ensayo en diferentes años. Yo soy el Araña fue galardonada con el Premio Nacional de Novela Negra Una vuelta de Tuerca 2016. Fundador de SoNoir, movimiento encargado de difundir la literatura policial y negra. Se encuentra en arresto domiciliario en Ciudad Obregón donde cocina para su esposa e hija, escribe y en las noches se escapa a La Taberna de Moe, un bar donde aseguran que nunca ha pagado nada.
Ernesto I. Ramirez
julio 19, 2019Muy buen cuento, aunque el remate final me parece innecesario, la ambiguedad deja que el lector compelte la idea en lugar de dejarlo claro.