¿Quién te dijo lo del manchado? ¿Ah? ¿Quién se atrevería? Uno que sabe cuándo te dicen que estás loco, que no hay razón en tu cabeza, porque ya no puedes pensar que la otra gente es normal. Solamente me trajeron hasta acá sin decirme mucho, a palazos y echándome agua fría, esa vez que les advertí que el manchado se escondía dentro del pueblo. ¿Por qué se espantan de esas cosas?… Está bien, pues, está bien… Soy lo que soy. Lo que importa en la vida es saber reconocerlo, ¿no?
Yo alguna vez le conté al alcalde, ese de la falsa sonrisa de cocodrilo, la historia del manchado. No me creyó, como no lo creerías tú mismo si te hubiera pasado. Tendrías que haber vivido en la selva, hermano. Quien no ha puesto un pie por allá, no entiende de estas cosas. ¿Tú sabes acaso como es cuando el manchando te ha venido siguiendo? Cuando tienes que internarte en la espesura verde en busca de un poco de oro o transportar largas y pesadas estacas hasta los sitios de siembra, que muchas veces están en plena selva, y entonces, como un animal que percibe un sonido fuera de lo normal levantas de pronto la cabeza y te encuentras con unos ojos no sólo amarillos, sino iluminados por dentro… los ojos de una horrible calabaza de Halloween. ¿Sabes acaso que pasa cuando el manchado te sigue y se orina sobre tus pisadas? Tampoco sabes. Conoces mucho de otras cosas, pero lo más elemental de la vida, lo ignoras. Gente como tú me encierra, me echa agua fría, me tumba a palazos sobre el piso, pero en realidad no saben nada.
Yo llegué a colonizar El Responso antes de la guerra, antes de que los Shuar comenzaran a matar cauchos y antes de que los blancos comenzaran a reclutar colonos. Ellos, que mataron a tantos, están fuera. Y yo, que sólo tengo el recuerdo del manchado, estoy adentro. Así es la vida.
Cuando llegué, hice muchos amigos, ninguna mujer, porque las que había estaban ya con su dueño. Luego vinieron las putas de Puerto Francisco de Orellana y, uno se aburría de ver siempre las mismas caras, las mismas várices, porque eran de última categoría esas mujeres. Yo, deslomándome para ganarle a la selva, rozando y quemando, picado por los bichos y pensando sembrar cacao para ganar un poco de plata. ¿Qué me quedaba por diversión? El trago y las putas que se aparecían dos veces al mes. Luego dejé de ir. Todos se preocupaban de que no bajara a la tienda de Gabino a descargar los porongos… Y es que no sabían lo del manchado, pues. Al final se los dije y carcajearon con muelas para fuera. “Está loco, lo ha cogido la selva”, decían.
Si alguna vez te aventuras a hacerte hombre, si te arriesgas a trabajar selva adentro, será mejor que tengas los huevos bien puestos. El manchado con poner la pata en el rastro de un cristiano, sabe si tiene miedo o no. Donde te ponga el vaho un condenado de estos… ¡Te perdiste! El tigre maldecido te perseguirá así como nosotros perseguimos a una hembra. La única salida, es no tenerles miedo. No darles nunca la espalda. Reírsele en los bigotes.
Y digo que necesitas tener los huevos bien rayados, porque si hay en ti la más mínima y remota duda, vas dejando tu rastro. Apestas a miedo, ¿no? Así me pasó a mí. Noche tras noche venía el manchado a rondar el covachón, por el lado donde vivo. Como no puedo dormir, lo oía raspando las paredes de mi cuarto con sus uñotas. Por esa razón dejé de ir donde las putas. ¿Qué ganas me quedaban ya? Sólo veía las luces amarillas de sus ojos. Poco a poco me fui adelgazando, como tuberculoso; amanecía fatigado y sin ganas de trabajar. “Estas poniéndote mal, Vinicio. La selva no es para ti”, me dijeron los amigos. Y no era eso, pues. ¡La selva me la trago con todo!
A la luz de las lámparas de queroseno, el manchado me pelaba los dientes como riéndose de mí; sus colmillos eran largos y puntiagudos como puñales. Su respiración me envolvía. Su olor se hizo tan fuerte que me mareaba. Si él hubiera querido, me habría clavado las garras en el cuello o habría reducido mi rostro a una masa amorfa y sanguinolenta. Pero su temperamento era de otra naturaleza. Era un manchado diabólicamente travieso, que hacía con un cristiano lo mismo que un gato con un ratón. No estoy muy seguro de que a veces me golpeara los hombros, ni de que pasara la lengua por la nuca, ni de que palpase todo el cuerpo, como cerciorándose de toda la cantidad de carne que poseo. De lo que sí estoy seguro en cambio es que con frecuencia me restregaba sus bigotes en la boca, muriéndose de risa.
Y hasta acá me han arrojado por esa vaina. Es que no entienden estos mierdas, como tú que no entiendes nada, comelibro. Me han echado agua fría y me han restregado a varazos en el piso porque veía al manchado en todas partes. “¡Ay, Vinicio! Creo que vas a desgraciarte. A lo mejor, llevas los ojos del tigre dentro de tu cabeza”, así me decían.
Es que tú te marchas ahora con tu mujer, hermano. Yo me quedo a vivir entre los locos, como si fuera uno de ellos, sin ver mujer. Págame si quieres, pero ya no me importa nada, sólo me queda el recuerdo de esos ojos… de esos ojos amarillos.
(Guerrero, México, 1991). Es licenciado en Literatura Hispanoamericana por la Universidad Autónoma de Guerrero. Su línea de estudio se centra en la literatura ecuatoriana contemporánea, en particular en la generación del 30. Ha publicado los ensayos: Don Balón de Baba, Vigencia de una literatura invisible: La obra de Alfredo Pareja Diezcanseco y Modernidad narrativa en El Muelle (1933). Ha participado en talleres de creación literaria celebrados en el estado y ha publicado cuento en diversas revistas nacionales e internacionales. En junio se publicará su primer libro de cuentos: Cómo cazar al tigre (La tinta del silencio). Actualmente forma parte de la Quinta generación de la maestría en Humanidades.