¿Qué somos?: ¿cuál es esa pieza que en última instancia nos conforma y perdura más allá de la muerte? Juan Rulfo lo vio mejor que nadie: es la voz. Esta lectura me hace recordar uno de los ensayos –El libro– de Jorge Luis Borges en el que habla sobre el libro sagrado: eso me parece que es Pedro Páramo, porque no tiene una palabra que falte o que sobre, sino que todo está hecho con precisión aritmética. Borges también ha dicho que se trata de una de las mejores novelas de la literatura (asimismo nos ha referido al análisis de Emir Rodríguez Monegal, que he tenido la oportunidad de leer). La estructura que realizó Rulfo en Pedro Páramo es compleja, a la vez realista y fantástica, con influencias clásicas y modernistas, donde el tiempo parece irse recto para luego dar saltos al pasado y otra vez entrar en esa abstracción que llamamos presente y al final terminar por abolirse la temporalidad. Donde la gente de Comala (ese lugar que bien puede ser el infierno) habla como repitiéndose, con su acento pueblerino y sus modismos. Y en el tema: la búsqueda del padre, del origen, hasta dónde nos lleva una vida sin amor, la revolución, la tenencia de la tierra, el arquetipo del cacique: asuntos todos que se relacionan entre sí. Lo que quiero yo decir con esto es que en vez de leer este comentario, se ponga usted, lector, a leer Pedro Páramo si no lo ha hecho, y luego vuelva.
Empieza con una encomienda de la madre al hijo en su lecho de muerte: que vaya a buscar a su padre, que le cobre caro el olvido. Y atiende este narrador en primera persona –que después descubriremos se llama Juan Preciado– a Comala, donde vive Pedro Páramo. ¿Acaso importa que diga que no pensó cumplir su promesa? Lo que importa es que lo hizo, que se llenó de sueños y de ilusiones alrededor del marido de su madre. Algo de edípico tiene el hijo que deja atrás su vida, que va a encontrarse con la muerte, por una encomienda de su madre, y también la madre –Dolores Preciado– que ha sido dejada por su esposo y vuelca a su hijo todo el deseo, su vida entera. Este es el parteaguas de la novela, por lo que se desencadenará todo: un intento del hijo de cumplir con su madre más allá de la muerte, de exigirle (vengarse) al padre ausente, e incluso de encontrarla porque, le anticipó, en Comala la escucharía mejor.

Es en este viaje a Comala en que Juan se topa con Abundio Martínez, quien ha de guiarle y darle referencias sobre el pueblo, advirtiéndole que este señor Páramo es un rencor vivo, que ha muerto y que él también es su hijo. Debe advertirse en esto una relación no solo sanguínea pero simbólica: Preciado y Martínez son la misma persona en lo profundo, hermanados por esa pobreza en que les tuvieron a pesar de las extensas tierras de su padre, hijos del rencor vivo. También debe decirse que es la presencia de Abundio una que se desvanece, que ya no se le alcanza a oír el apellido: desde entonces se sabe que una niebla, o, dicho de mejor manera de acuerdo al libro, alucinaciones por las altas temperaturas de las páginas, rodean la narración. Personas que desaparecen de repente, que se comunican con el más allá, voces, ruidos, rumores, canciones lejanas, la madre hablando: en el deambular de Juan Preciado uno nunca sabe si esas personas con las que se topa están en lo real o en lo imaginario.
Mientras se desarrolla la historia de este Telémaco, se nos introduce también a la niñez de Pedro Páramo. He notado aquí un contrapunto: mientras en la primera habita el sopor de la canícula y el aire estancado, en la segunda predomina la existencia del agua, en lluvias o en goteras, que prevalece incluso en todo lo que se entiende como anterior a la línea temporal inicial. Tiene que ser así, porque si bien al inicio se nos muestra esta figura paterna, ausente y terrible, luego le conocemos como un niño, y está enamorado de Susana San Juan. Pero ella no está en su destino: única mujer a la que no puede poseer y por la única que ha sentido amor, se situará de tal manera en su mente que no habría de olvidarla nunca, incluso en su muerte. Y es precisamente esta falta de amor lo que le lleva a ser ese rencor vivo, a decidirse a matar a Comala de hambre (por su apatía y hasta burla ante la muerte de Susana), a tratar el matrimonio como un negocio, a desahogarse sexualmente con todas las mujeres del pueblo, a dejar hijos aquí y allá regados de los que no se hará responsable. Aunque sí reconoce a uno de ellos: Miguel Páramo, que ha nacido fruto de ese desenfreno sexual y que muere aplastado por su caballo –una y otra cosa están íntimamente relacionadas en lo simbólico–. Aunque no es tanto su hijo como su doble, pues en una parte de la novela llega a señalarse esta condición, cuando Pedro le advierte a Fulgor Sedano que todo lo que ha hecho Miguel ha sido realizado por sus manos. Entonces su muerte es más bien una especie de muerte para Pedro Páramo, donde él mismo reconoce que ha comenzado a pagar.
Volviendo al deambular de Juan Preciado, hacia la mitad de la novela, ya habiéndose habituado uno a los saltos temporales, ocurre acaso un evento sutil pero de consecuencias importantes: Rulfo decide matar al protagonista. No termina con eso, sino que le muestra al lector que toda esa narración en primera persona ha sido un diálogo, una conversación con Dorotea, que fue enterrada en su misma tumba (y quien ha estado siempre en busca de un hijo que nunca tuvo y que llegó a encontrar hasta la muerte, emparentándose así con Dolores Preciado simbólicamente, y repercutiendo en esa relación edípica que se comentaba en el segundo párrafo). Y más adelante se nos muestra que las otras narraciones en tercera persona son las voces de otros muertos, narraciones de ultratumba que pasan por la pluma del autor. Estas son las consecuencias importantes: como el lector está habituado a enmarcar todo en una cierta temporalidad y espacialidad habrá decidido que todo pasó hace tanto o más lejos, que pasó aquí y allá, por lo que se verá terriblemente violada su manera de ver el mundo, puesto que esos dos elementos desaparecen: no hay más espacialidad real que el hueco donde están los cuerpos enterrados y no hay más temporalidad que la eterna memoria que ellos tienen. Por eso habría yo con la pregunta de nuestra constitución, porque, como puede apreciarse en la novela –hecha de ecos que marcan su ritmo–, somos voces que hablan lo que fue, que hablan a los otros y que se hablan a sí mismas. Voces que perduran más allá de los ojos, de su cuerpo, para sacudirse y hablar cuando empieza a llover, cuando se pisan las piedras: el vínculo entre la tierra y lo que somos.
Este es otro gran tema que se toca en Pedro Páramo: la tenencia de la tierra. Los desheredados y el que lo tiene todo. Encontramos en el personaje epónimo el arquetipo del cacique, y esto empata en el contexto social de México: la Revolución, la lucha contra el gobierno por la tierra. La Media Luna, toda la tierra que se puede abarcar con la mirada, le pertenece: ¿a qué costo? En la niñez de Pedro Páramo podemos ver que su familia no tiene nada, que pide fiado por la falta de recurso. Desde esta edad temprana anticipamos –en una conversación que sostiene con su abuela– que le desbordará la avaricia: que se resignen los otros porque él no está para eso. Entonces tenemos que a través de ese vicio ampliará el terreno con que contaba la familia (que apenas daba para pagar las deudas): se casará con Dolores Preciado para no pagarle lo que se debía a su familia y de paso anexar sus tierras; al Aldrete se le transgredirán ilegalmente los límites de su terreno porque la ley ahora la hace él, el cacique, a tal punto que se decide matarle; a Galileo, que venderá sus tierras sin saberlo a Pedro Páramo, y con quien la tenencia de estas también será de vida o muerte. Esto, naturalmente, le ha ganado riqueza, hombres, poder. Por lo que cuando llega la revolución y estos grupos sublevados necesitan gente y dinero para fortalecerse, recurren al cacique (que podría entenderse como la propiedad privada) para habilitarlos: se desvirtúa, por querer decirle al gobierno a plomazos lo que se le tiene que decir, el movimiento, ya que se venden al dueño de las tierras. Así, de ser un grupo particular de revolucionarios, pasan a unirse a los villistas, a asaltar pueblos, a ser ahora carrancistas, luego a estar del lado de Obregón, con el padre Rentería. Este es fiel retrato de la Revolución Mexicana, de los ires y venires de una nación en busca de un padre.
En el tercer párrafo he referido sobre la relación existente entre Juan Preciado y Abundio Martínez. Me parece que esta relación simbólica de alguna manera puede ampliarse a todos los desheredados, a todos los hijos de la madre chingada, hermanados por el dolor y la pobreza: la circunstancia latinoamericana, que es contextual a la novela. Entonces, cuando en las páginas finales, Abundio comete parricidio contra un Pedro Páramo perdido en el recuerdo de su paraíso (Susana San Juan), no solo cierra con la encuesta inicial de la novela: cobrarle caro el olvido, sino que también es la venganza de los que no tienen nada, de las víctimas de la avaricia sin control. Y pone de manifiesto que todos, sin excepción, vamos a dar a la tierra: un estímulo para buscar la comunión. Para mí es importante cómo se sitúa esta obra en el presente, a 67 años de su publicación: después de la Revolución, de Pedro Páramo, ¿hemos encontrado a este padre? ¿Se le ha dado muerte, real o simbólica? Y, sobre todo, la pregunta que se siembra al acabarse la novela, luego de haberle dado muerte en la ficción: ¿qué ha pasado después del cacique?
Después de unos cuantos pasos cayó, suplicando por dentro; pero sin decir una sola palabra. Dio un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras.
Izhar León (Tuxtla Gutiérrez, Chiapas). Actualmente estudia la licenciatura en Lengua y literatura hispanoamericanas en la Universidad Autónoma de Chiapas.