Claro que habría preferido que el Caralampio se casara con alguna de aquí, una vecina, ya de menos una conocida. Así hubiera hecho aquí su vida sin tener que irse lejos sólo porque ella se lo pidió. Se habría quedado aquí, conmigo y capaz que todavía estaría vivo. Y si no por lo menos lo habríamos despedido como corresponde.
Caralampio se llamó así en honor al santo patrono del pueblo. Los dos nacieron el mismo día entonces no lo dudé ni tantito. Eso sí, de santo él no tenía mucho. Nunca fue de ir a misa, era más bien callejero y medio revoltoso… como son los hombres, pues. Tuvo sus novias, una fue la Lucía. Me gustaba, era una vecina de por aquí y a veces pasaba un ratito y platicaba conmigo, muy respetuosa. La Claudia no. Ella nunca vino a la casa, ni siquiera los domingos que es cuando toda la familia se junta a comer. Capaz que si yo no me los hubiera encontrado a los dos, de pura casualidad, en el parque el Caralampio nunca la habría presentado. Pero yo creo que el Caralampio si quería que la conociéramos, mas bien era ella a la que no le interesábamos.
Un día el Caralampio me dijo que se iba a vivir con la Claudia. Eso dijo primero mientras yo levantaba los platos de la comida. Quizá por eso no entendí y sólo le pregunté si ya lo había pensando bien y si ya tenía visto un lugar, si no que le preguntara a su tío Julián, a ver si todavía tenía en el sitio esa casita a medio terminar. Ahí fue que dijo lo otro: mamá, no vamos a vivir aquí, Claudia y yo nos vamos a México. Claudia dice que allá hay más oportunidades y todo va a ser más fácil. Lo escuché y dejé lo que estaba haciendo. ¿Cómo a México? Le pregunté. El Caralampio casi ni había salido de Comitán. Si acaso un par de veces a Tuxtla por papeles y párale de contar. Sí, mamá. Nos vamos con Claudia. Ella dice que conoce personas que me pueden dar trabajo. Yo ya no dije nada. Tres semanas después los dos se subieron a un autobús y fue la última vez que lo vi.
Desde el día que se fueron y hasta que la Claudia habló por teléfono pasó un poquito más de un año. El Caralampio no se comunicaba mucho y menos mandaba dinero. Yo le reclamaba más que no se diera su tiempo para hablar conmigo que su falta de apoyo económico. Él necesitaría lo suyo para sus cosas y a mí, gracias a Dios, nunca me ha faltado nada. En esta casa siempre ha alcanzado para poner comida en la mesa. En una de las llamadas el Caralampio me contó que trabajaba en una tienda de abarrotes. Me encargo de que no falte nada, leche, carne, frutas… todo siempre se tiene que ver lleno, me explicó. Le pregunté por la Claudia, si ella también estaba trabajando. Me dijo que sí, que era secretaria en un estudio de abogados. Por eso nos vemos poco. En la mañana antes de salir a trabajar y por la noche cuando regresamos a la casa. Le pregunté qué comía. Él estaba acostumbrado a comer aquí con nosotros, no sabía ni hacerse un huevo estrellado. En el trabajo, mamá. Me las arreglo.
Hablé con él dos o tres veces más. Una vez dijo que vivían en una vecindad, que hacía hora y media para llegar a su trabajo y tomaba dos transportes. También que todavía no conocía toda la ciudad porque casi no tenía tiempo libre y además era como cinco veces más grande que Comitán. Otra vez contó que extrañaba la comida de aquí pero que ya se había acostumbrado al sabor del bolillo. Lo que más extrañaba era el parque central. El kiosko, la fuente, la marimba de los domingos. Ahí me acuerdo que me reí porque él era tieso como palo de escoba y nunca una tarde fue a bailar o siquiera escuchar la marimba. Se ve que no le gustó que me carcajeara porque rápido inventó algo, se despidió y colgó. La última vez le pregunté que cuándo me iba a hacer abuela. Pronto, mamá, respondió. Porque con la Claudia ya llevaba casi dos años. ¿O tiene algún problema? ¿Ya fueron al doctor? Una es mamá y se preocupa siempre. No respondió a mis preguntas, mas bien repitió “Pronto, mamá”.
La Claudia habló un miércoles ya muy noche. Al principio no reconocí su voz, uno porque se ve que tenía el llanto atragantado y dos porque creo que era la primera vez que hablábamos por teléfono. Doña Josefa ¿Es usted? preguntó. Dije que sí. Soy Claudia, escuché del otro lado. Ahí supe que algo malo había pasado.
Doña Josefa, Caralampio está muerto. Así me lo dijo. No le entendía bien, estaba llorando y a veces hablaba a los gritos. Y yo ¿Pues cómo iba a estar yo? Recién enterada de que mi hijo había muerto. Como pudo la Claudia me contó que lo había encontrado en la cama. Había llegado tarde a la casa y la sorprendió no escuchar el ruido de la televisión encendida. Caralampio siempre llegaba primero y me esperaba viendo la tele. Crucé la habitación hasta el dormitorio. Prendí la luz y ahí lo vi, a Caralampio boca arriba, sobre la cama. Parecía dormido, se lo juro. Dije su nombre mientras me quitaba los zapatos, los aretes y el collar. En un momento quedé frente a la cama y ahí me di cuenta de que no respiraba. O sea, que su pecho estaba quieto. Dije su nombre más fuerte. Y nada. No respira, doña Josefa, está muerto.
Traté de calmarla pero no hubo razón. Al menos me hizo caso cuando le pedí que colgara para que llamara a una ambulancia. Y yo aguantando las lágrimas. Volvió a hablarme como dos horas después y la oí más tranquila. Yo ya había armado una petaquita porque mi compadre había hecho favor de comprarme un boleto a México. No sabía cómo iba a hacer para traer al Caralampio a Comitán pero le dije a mi compadre y a mi hermana que prepararan el entierro para el sábado y la novena para el domingo. A la Claudia le dije que salía en un rato para México que por favor averiguara cómo hacer para traer a Caralampio. No, Josefa. A Caralampio lo vamos a velar aquí, ya estoy organizando todo. Qué bueno que vienes. Avísame cuando llegues y voy por ti a la terminal. Esta ciudad es muy grande y uno se pierde fácil. Me dio su número de celular y sólo con eso llegué a la ciudad.
Al mediodía ya estaba allá. Busqué a la Claudia entre la multitud, confiando en que ella también me reconociera a pesar de mis ojos hinchados. Cuando fue evidente que ella no estaba allí le hablé a su celular desde un teléfono público. Me dijo que no había podido salir de su trabajo, que su jefe no le había dado permiso. ¿Dónde está Caralampio? le pregunté. No te preocupes, Josefa. Organicé todo durante la noche. Ya lo están velando. Me dio la dirección del velatorio. Toma un taxi. Que sea autorizado, van a ser como quinientos pesos. Yo llego cuando salga de trabajar, me informó antes de colgar.
Me subí al taxi y estaba medio dormida cuando el chofer me dijo Aquí es, señora. El velatorio estaba entre una mueblería y un local de comida corrida y antojitos. Bajé del taxi y me quedé un rato enfrente de la puerta antes de tomar valor y entrar. Adentro no había ni un alma. Miré el ataúd en el centro del cuarto con apenas cuatro veladoras en el suelo. Y las sillas todas vacías. Quince o veinte sillas vacías. El Caralampio solo. Caminé hacia el cajón y comenzó a sonar una canción desde una grabadora que yo no había visto. En el ataúd estaba el Caralampio, con los ojos cerrados y guapo como siempre. Ya no resistí, ahí mismo me solté a llorar. El Caralampio se había ido para siempre y nadie estaba para acompañarlo, para despedirlo. Ni la Claudia, que se supone que lo amaba, era capaz de dejar sus ocupaciones para estar a su lado. En Comitán hubiera sido otra cosa: un velatorio con la familia, sus amigos. Alguien habría llevado café, pan. Su foto. Habría estado la Lucía y todos lo hubiéramos acompañado al panteón, a su descanso eterno. Y luego la novena. Mi hijo no habrá sido importante pero tampoco fue cualquier persona. En Comitán todo habría sido distinto.
La Claudia llegó ya muy entrada la noche. Estaba todo silencio, la música hacía mucho que había terminado y nadie más que nosotras había aparecido por allí. Josefa, qué bueno que encontró el lugar, dijo como saludo. No parecía como alguien que acaba de perder a su esposo, a la persona que ama. Le pregunté por qué no había nadie, que nadie había llegado en toda la tarde. Avisé, Josefa. Pero aquí es todo distinto. La gente está muy ocupada y no siempre pueden dejar de hacer sus cosas. Mírame, yo tuve que ir a trabajar, así recién viuda y todo. Nos quedamos las dos en silencio hasta que la Claudia dijo que tenía hambre porque no había comido nada en todo el día. Sugirió ir a la fonda de al lado. Ay Claudia, a mí no me parece dejar solo al Caralampio. Andá vos si querés.Se levantó y se fue. Y me quedé sola otra vez. Y sólo podía pensar en cómo le iba a hacer para traer al Caralampio hasta Comitán.
Se lo comenté a la Claudia cuando regresó de cenar. Quiero que el Caralampio descanse en su pueblo, donde lo conocen. Me miró seria. No, Josefa. Caralampio quería que lo incineraran y ya arreglé ese asunto. Será hoy por la noche. Y no me dio oportunidad de hacer nada. Si hubiera estado en Comitán capaz que algo habría podido… pero allá estaba yo sola, sin conocer a nadie. Al poco rato llegaron dos hombres y se llevaron el cajón a otro cuarto. La Claudia fue con ellos y cuando regresó traía en las manos una urna pequeña que, quiero pensar, tenía adentro las cenizas del Caralampio.
En ese momento acepté que no volvería a ver al Caralampio y que a la Claudia no le importaba nada. Salimos del velatorio, ella cargando la urna y yo con un vacío que nunca había sentido. Escuché que me decía que podía quedarme en su casa esa noche para descansar un poco antes del viaje de regreso. Dije que sí porque no me quedaba de otra.
Apenas llegamos a la casa la Claudia dijo que estaba muy cansada y que se iba a dormir porque al otro día tenía que levantarse temprano. Allí está el baño. Pasa con confianza, dijo. Y puedes dormir en el sillón. Yo pensé que dejaría la urna en la sala pero no la soltó en ningún momento. Se metió a su cuarto con ella. Me acosté en el sillón y mientras dormitaba pensaba en cómo convencer a la Claudia para que me dejara llevarme lo que quedaba del Caralampio.
Abrí los ojos por los ruidos que hacía la Claudia. Salió de su cuarto, entró al baño y reapareció recién bañada y bien maquillada. Allí me di cuenta que había llevado la urna con ella. Cuando las dos estuvimos listas para salir intenté decir lo que había ensayado por la noche pero en lugar de una petición me salió una exigencia: Claudia, quiero llevarme a Caralampio. Quiero regresar con él a Comitán. Me miró y supe la respuesta antes de que la dijera. No, Josefa. Caralampio es mi esposo y se queda conmigo, acompañándome. Quise rebatir: Pero va a estar menos solo en mi casa, con su familia. Pude ver que la Claudia comenzaba a hartarse. Aquí nunca estará solo, dijo y abrió un poco su bolsa dejándome ver el interior. Allí estaba la urna, compartiendo espacio con su cartera y su maquillaje. Él irá conmigo a todas partes.
—Por favor, Josefa, cierra bien la puerta cuando salgas —dijo Claudia al salir.
Y me quedé sola otra vez.
Comitán de Domínguez, Chiapas. Estudió Lengua y Literatura Hispánicas en Xalapa, Veracruz y vivió un par de años en Buenos Aires. Realizó periodismo pokeril por varios años. Mantiene un blog desde el 2002 donde cada vez escribe menos. Prefiere la narrativa a la poesía, prefiere la crónica a la ficción. Publicaciones suyas se limitan a artículos y entrevistas en revistas de poker y a cincuenta fascículos para aprender a jugar cartas publicado por Editorial Aguilar.
Haddaoui
abril 9, 2019Ta muy bueno Samu así su acento, así su modo, así su tristeza.
Laura
abril 9, 2019Con semejante final entendí todo o entendí menos. Vaya uno a saber qué le pasó en realidad. La voz conduce la lectura con mucha facilidad. Me gustó mucho la ubicación del velatorio porque así podría ser en cualquier lugar de México, y también la descripción de la ciudad, «como cinco veces más grande que Comitán». Más de éstos.