En los pasillos del Instituto Mexicano de la Radio me pasaron cosas gratas y curiosas, pero sin duda alguna, una de las mejores, fue haber conocido a Francesca Gargallo. No puedo precisar el pretexto con el cual nos acercamos mutuamente, pero puedo afirmar que a los cinco minutos de habernos conocido, ya estábamos riendo. Y su risa, al igual que su permanente sonrisa, eran contagiosas, y puedo decir que algo tenías de sanadoras. Francesca lo sabía; se supo siempre un ser de luz. Quisiera no tener que estar escribiendo esta breve nota, obituario a mi manera, homenaje sin fondos ni gala, y poder acudir a ella a preguntarle cosas sobre el ocho de marzo, o la Italia aquella, que olía humedad, de la que tanto me contó.