Conocí a Hugo Montaño allá por el 2002. Yo hurgaba en los estantes de la hoy extinta librería La Ceiba, en el corazón de Tuxtla Gutiérrez, y cotejaba los precios para ver qué se ajustaba a mi presupuesto de estudiante, mientras un hombre alto, con mochila en la espalda, leía las cuartas de forros de una serie de libros acomodados en una mesita sobre un mantel verde. Éramos pocos en ese espacio en donde la tarde comenzaba a caer. De un morral de café, que mi padre me había regalado en diciembre, asomaba un libro que había sacado a préstamo de la biblioteca de la Facultad de Humanidades de la UNACH, donde entonces yo estudiaba.