Encontrar una mano es raro, es la primera vez que le pasa; toparse con algo tan fuera de lugar como una mano en el basurero. Es lo más extraño que ha hallado desde que adquirió la costumbre de husmear entre escombros y depósitos de basura. No lo hace por necesidad, indigente no es; excéntrica, bastante. Le gusta coleccionar lo que ella llama restos de infancia. Patos de bañera, ositos de felpa con ojos tuertos, algún diente de leche y hasta un Papá Pitufo de fieltro ha rescatado de entre los pipotes. Su casa parece un museo de juguetes rotos; ella misma está un poco rota.
¿Y ahora qué hace con esta mano? ¿Llevarla a objetos perdidos? ¿Denunciarla a la policía? Suena ridículo, ¿cómo se denuncia el hallazgo de una mano? Además, ¿para qué? ¿para que le allanen la casa, la sometan bajo sospecha, le llenen la casa de gente dispuesta a desalojar sus juguetes que tanto esfuerzo le ha costado y al final la manden a un asilo de locos? No es una buena idea. La mano se ve sana, piensa, sana dentro de lo que cabe si tomamos en cuenta de que le falta el resto del cuerpo, se ríe, porque humor tiene y bastante negro. Por el tamaño, aspereza y falta de manicura la mano hallada es de hombre, uno de trabajo, probablemente obrero, cree. Pero ¿qué hacía esa mano en el pipote de basura tan cerca de la caja de pizza y bajo la cabellera roja de una muñeca de trapo? ¿Qué hacía ahí? Como si alguien la hubiera puesto para matar de susto a quien la encontrara, y menos mal que fue ella quien la encontró, ella que está acostumbrada a lidiar con objetos sucios y algunos indecorosos. Condones usados nunca fallan en los basureros y juguetes sexuales viejos y desgastados, pero ahora esto, una mano, es raro, ¿acaso la mafia le estaba dejando un recado a algún residente de ese edificio o había un asesino descuidado en el conjunto residencial? No estaba ella para ir a preguntar a la conserjería ni a la junta de condominio si acaso se les había perdido una mano masculina, fuerte, velluda y en buen estado. En todo caso, ese trabajo le tocaba a la policía y ella con la policía nada qué ver; así que agarró la mano, también la muñeca de trapo y las metió en su cartera y se fue a su casa a resolver qué hacer.
Lo primero que hizo fue sentarse frente al computador, buscó noticias criminales ocurridas en los últimos días en la ciudad. No encontró nada relacionado a un cuerpo sin una de sus extremidades o a la búsqueda de ese miembro por parte de las autoridades. Puso a hacer café y se dedicó a lavar la mano, a cortarle un poco las uñas que estaban algo sucias y descuidadas. Luego la metió en una jaula para evitar que el gato la agarrara creyéndola un juguete o una presa. A la jaula la cubrió con una toalla. El gato no dejó de curiosear hasta que se aburrió y se quedó dormido. A la mujer le dio hambre, se le antojó un sánduche de atún y cebolla, fue a la cocina, el gato se despertó y fue tras ella; ambos comieron. El gato se volvió a quedar dormido, a ella también le entró el sueño. Durmió y no soñó con manos, con asesinos, no soñó. Al despertar recordó aquella película donde un hombre remendaba la mano de un cadáver, el personaje sabía de taxidermia, a ella no le interesaba nada de eso. ¿Será que lo mejor es botar o enterrar ese extraño hallazgo? A la mujer lo que le interesa son los juguetes viejos, no las partes rotas del cuerpo humano. Además, ¿qué le respondería a la policía si un día le tocan la puerta y le preguntan si tienen la mano de fulano de tal?
Decidió dejar la mano donde la había encontrado, pero al llegar al lugar se fijó que ya habían despachado la basura y que los pipotes estaban vacíos. Le provocó tirarla al fondo, pero ¿si alguien la veía? Miró a todos lados y notó que en el balcón del primer piso estaba esa vieja que siempre sientan en una mecedora a tomar sol como si fuera un muñeco. Una muñeca siniestra con los ojos nebulosos de cataratas. La mujer le tiene desconfianza a la vieja y a la trompetilla acústica que usa para escuchar, ¿escuchar qué si nadie le habla, vieja loca? se dijo y siguió de largo.
La mano estaba cambiando de color, se hacía perentorio resolver qué hacer con ella. Buscó en internet cómo mantener en buen estado un cadáver o parte de él, se asombró de que la búsqueda ya existía. Recordó el episodio de Los Simpson, en el que Moe pone en salmuera el dedo que Homero había perdido. Se rio y dijo para sí: quizás sirva.
No había manera, la descomposición continuaba su curso, y lo peor era que la mujer le estaba agarrando cariño a esa mano huérfana de cuerpo. ¿Qué podemos hacer?, pensó, vamos a pasarla bien mientras se pueda, le hablaba a la mano.
La lavó, la perfumó, le puso un lazo, el lazo del gato, el animal se ofendió y se echó en un rincón del sofá. Ella también se bañó, se perfumó y se arregló lo mejor que pudo. Había decidido que esa noche tendría una cita. Hacía tanto tiempo que no salía con nadie que casi había olvidado qué era tener una cita.
Fueron al cine, entre sus planes tenía previsto ver una comedia romántica, nada mejor para un primer encuentro. Al llegar pagó dos entradas, el muchacho de los boletos era tan gaznápiro que ni se fijó ni le importó que la cliente pagó dos boletos y entró sola a la sala. Ella estaba entusiasmada, era muy cierto que se sentía parte de una velada romántica. Aprovechó la oscuridad de la sala y puso a la mano en el asiento de al lado, que para eso había pagado dos entradas, pensó, como si estuviera defendiendo su derecho.
En medio de las escenas ella se puso romántica. Deseaba que la mano se pusiera cariñosa y le acariciara el cuello y de ser posible se le metiera por los pechos. La sala se fue llenando de espectadores a pesar de que la película ya había comenzado. En algún momento se acercó una joven pareja, la muchacha se fue a sentar en el asiento ocupado por la mano y la mujer al ver que su mano, con la cual pensaba comprometerse, iba a ser aplastada por el culo de otra mujer se lanzó para evitarlo. Casi con un grito le dijo a la muchacha que el asiento estaba ocupado. ¿Ocupado? yo lo veo vacío, dijo la muchacha. La mujer insistió: está ocupado, pagué dos puestos y déjame en paz, queremos ver la película, imbécil. No tiene por qué ser tan grosera, señora, se quejaron molestos el par de novios e inmediatamente comenzaron a discutir, los espectadores empezaron a silbar, a lanzar vasos y cotufas, y a pedir que se callaran y dejaran ver la película. Ante la algarabía se acercó el mozo acomodador de butacas, quien llevaba consigo una linterna que parecía lámpara de patio de prisión. Al alumbrar el disputado asiento, los testigos quedaron estupefactos al ver una mano sola con un corbatín rojo y un combo de gaseosa con cotufas al frente. La novia gritó histérica, el novio también, el acomodador estaba pálido y mudo. La prometida de la mano, así se había asumido la mujer, agarró a su consorte, lo metió en la cartera, a la pareja y al acomodador les tiró el refresco y las cotufas y aprovechó la oscuridad y el desconcierto para huir. ¡Agárrenla! ¡Agarren a esa loca! ¡Lleva una mano en la cartera! gritaban sin lograr hacerse entender porque nadie comprendía nada. La sala se volvió un pandemónium, pronto llegó la policía, pero no hubo persona capaz de explicar nada, ni siquiera el acomodador que no paraba de vomitar en el baño, ni la novia histérica que continuaba desmayada, ni el novio, cuyo rastro se había perdido.
Después de correr por un rato, la mujer empezó a caminar con fingida normalidad para evitar causar sospechas entre quienes transitaban a su lado. Al llegar a un parque se sentó en un banco, poco a poco recobró el aliento y la tranquilidad. Abrió la cartera para cerciorarse de que la mano estuviera bien, la tanteó buscando alguna herida, un golpe, un posible rasguño. La mano “estaba bien”. Como la mujer no quería causar otro revuelo dejó la mano apenas asomada en su cartera, también le puso una bufanda porque hacía frío. Había luna llena y a ella le pareció tan romántico el momento que con disimulo acarició la mano con su meñique derecho. Suspiró.
La noche, la luna, la adrenalina del cine la excitaron desquiciadamente. Llevaba demasiado tiempo sin tener sexo, así que esta oportunidad no la iba a perder. No aguantó más las ganas y se fueron a casa, en el autobús le decía palabras sucias a su cartera, ningún pasajero quiso sentarse a su lado.
Cuando el gato observó que su dueña desaforada abrió la puerta y que se deslizaba contra las paredes como si otro cuerpo la estuviera envolviendo en una danza sexual se saltó de la cama y emitió un maullido gutural y molesto. La mujer encendió el televisor, desde donde se proyectaba un video de Madonna en mallas y tacones contoneándose sobre un piso de baile. La mujer acostó a la mano sobre la cama y con voz carrasposa le preguntó si ese corbatín no le molestaba, le sugirió que era hora de ponerse más cómodo. Le aflojó la ridícula prenda y ella no se quitó el sostén porque no usa sostenes, pero sí se desnudó. Ahora Madonna revoleaba con un sombrero de vaquero sobre un toro de madera y la mujer hacía lo propio sobre la mano-cadáver, y desesperada la atrajo hacia su sexo. Con los dedos inertes buscó su clítoris y con algo de afán y perversa imaginación se metió la mano muerta en la vagina, mejor conocida por ella como cuca, papo, mono.
Durante un par de días más repitió cenas, veladas románticas y contorsiones sexuales. La mano muerta continuaba en proceso de descomposición y en uno de esos necrófilos encuentros uno de sus dedos se partió y quedó dentro de la vulva de la mujer. Ella lo sacó con la destreza de quien se quita un tampón. En ese momento supo que toda había terminado, que había llegado el inevitable fin. Lloró mares, lo lamentó y luego lo aceptó.
Al día siguiente envolvió a la mano en un guante de piel, se vistió de riguroso luto, quiso ponerle un corbatín negro al gato, pero el animal la rasguñó molesto y se escondió de su presencia. No importa, pensó, solo basta ella para darle una digna sepultura a esa mano que la hizo feliz por unos días.
Con tierra y rosas rojas cubrió al cuerpo y lo enterró dentro de una maceta de barro y entre lágrimas y besos se despidió:
Adiós, mano sin dueño.
Adiós, mi buen amor.
(Valera, Venezuela, 1974). Narradora. Ha publicado El cuarto del loco (Caracas: Barco de Piedra Editores, 2014), La culpa es del porno (Caracas: Libros de El Nacional, 2013), La vida de los mismos (Caracas: Fundarte, 2011), Los cuentos de Natalia (Caracas: Monte Ávila Editores, 2010), Memorias de azotea (Mérida, INMUCU, 2007). Lozada fue becaria-residente de la Fundación Bogliasco en el Centro Studi Ligure (Génova, Italia, 2012). Con el cuento «Los pobladores» obtuvo el 69. º Premio de Cuentos del Diario El Nacional (Caracas, 2014).