I
Invocación
Los golpes de cincel en el hierro desprenderán esquirlas al rojo vivo y harán un ruido pertinaz con precisión temporal. Música y danza emergen del metal candente.
Al abrir la puerta volteas a verme y sonríes un poco. Saludas de beso en la mejilla a cada compañero que encuentras a tu paso. Es tu saludo laboral, que acompañas de una sonrisa y un ademán de cortesía. De pie, sondeas el escritorio. Fijas la vista en el monitor de la computadora. Remueves papeles y van tus manos blancas al teclado. A tres ventanillas de distancia, te veo de reojo. Una larga fila de personas me espera, dispersión de nómina, impuestos, colegiaturas. Estrés. Pero no es la gente, eres tú, que me asustas cuando estás vestida. ¿Es cierto, Virginia, lo que hacemos? ¿O será mi fantasía recurrente de los últimos meses? Siento enemistad con tu ropa, te lleva a un estado excesivamente real en el que me llamas por un título y eres inalcanzable. Pero cuando estamos solas, desnudas; cuando te acaricio la espalda, te beso, digo tu nombre, busco tu mirada preciosa y te siento terminar, me salvas de la muerte.
Me provocan escalofrío las formas continuas, los túneles sin salida, los pozos sin fin, el caos absoluto y cualquier metáfora que me retrate ahora que nos confesamos amor y que ya no tengo esperanza. Virginia, antes te miraba pensando qué hacer para que me vieras. Y con café de por medio, siempre casual en apariencia, pero en realidad premeditado, exploraba tus aficiones y motivos. Colmabas mi tarde narrando en fragmentos desordenados una historia que yo armaba mentalmente para averiguar quién eras. Egresaste dos generaciones después que yo, de la misma universidad. Coleccionas objetos pequeños de hierro forjado, odias el circo y te asustan las estructuras colosales. Antes tenía esperanza de hablar a solas, hacer conciliaciones juntas, salir a comer, o que tuvieras una duda para que vinieras a mí unos segundos y dijeras el diminutivo de mi nombre antes de preguntar. Solo unos segundos. Yo ya no tengo esperanza.
Los golpes de martillo estiran la hoja. Tal vez querrá ser tosca e irregular, pero podrá afinarse luego, cuidando de no ceder al capricho de la pieza y adelgazar demasiado la zona de filo.
El martes fue el primer día en que nos vimos aquí, luego del viernes. Había muchas personas esperando. Ese día no te recuerdo bien. No sé a qué hora llegaste, o si pasé yo a saludarte cuando llegué. Lo que mi memoria guarda es una emoción abstracta y enorme. Tengo, eso sí, el registro de las reacciones internas que estalla el encuentro con tus ojos grandes o el roce ligero de tus senos que acompaña al fugaz beso matutino en la mejilla: es la fuerza del aire que me atraviesa. Y si tú, a dos metros de distancia dentro de esta gran pecera, nuestro lugar de trabajo, me haces un guiño, fijas tu mirada o te muerdes un labio mientras acomodas el cuello de tu saco: es fuego lo que me habita por entero y no se va hasta el momento afortunado en que te vuelvo a besar.
Por eso fue inminente lo del lunes. Lo único más grande que los nervios eran las ganas de estar y sentir y que me hicieras trepidar igual que el sábado, cuando tu mano audaz encontró bajo mi ropa, sin sorpresa, la humedad que tú también tenías y disfrutabas de manera íntima. Pero el lunes pude mirar de lleno, por varias horas, tus facciones perfectas, la discreción de tus curvas. Nos abrazamos también, hablamos. Desnudas todo el tiempo, haciendo el amor a ratos. La verdadera primera vez. Mejor que todas las primeras veces. ¿Cómo se llamará esto, Virginia? Las palabras otorgan cualidades finitas, pero son necesarias para referirse a todo. Y yo quiero llamarlo absoluto, bello, confuso, delicado, excitante, febril, grandioso, húmedo, íntimo, jadeante, liberador, magnífico, natural, obsesivo, poderoso, quebradizo, real, sublime, total, único, valiente y doloroso. Entonces, es amor.
Amor, yo quiero resbalar mis dedos en tu cabello fino, besar tus ojos, escribirte un haikú, hablarte obscenidades al oído y darte motes absurdos. Y quiero correr hacia ti cuando te veo llegar, recibirte con besos y palabras cariñosas. Amor Virtual.
Cuando la pieza alcance temperatura de temple, tiene varias opciones: dejar que el aire la acaricie hasta enfriarla, permitir que repose en las brasas menguantes o apagarla entre los chirridos del contacto con agua.
¿Te imaginabas que podía pasar lo del viernes? Yo no. Lo deseaba, pero me creí sin posibilidades reales, hasta esa noche en casa de Javier. Habíamos salido los tres por una copa y una larga charla entre amigos que diera inicio a los festejos de tu cumpleaños treinta y cuatro. Después de varias horas él ofreció continuar en su casa, ofreció buena música y vino importado. Yo desvariaba desde el camino entre Carmina Burana y Machado. Al llegar, por una suerte siniestra nos deshicimos de Javier, que salió a buscar más vino; tal vez con la intención de emborracharnos más y quizá hasta acostarse con alguna o con las dos. Una deliciosa bossa nova se interrumpió por el escándalo del reguetón, me apresuré a adelantar la lista de canciones para no deshacer la atmósfera; pero tú y tus risotadas me mostraron los pasos básicos del “perreo”. Bailabas atropelladamente, repetías con retraso las letras de canciones que yo, entre tu alocado entusiasmo y varias copas de vino, escuchaba en un estado cercano a la inspiración. Cuando tropezaste con mis piernas por tercera vez, dije que quería darte un beso. Lo hice, y lo tomaste bien.
Lo que me más me turbó, no fue acariciar tus labios con mi lengua, ni que te hubieras acercado lo suficiente para seguir hablando bajo, boca con boca. No, lo que me aturde hasta hoy es haberte escuchado decir “no creí que me correspondieras” porque hacía mucho que te veía en silencio. Soy yo, quien no creyó ser correspondida por ti, que eres tan inteligente, femenina y bella. Y yo te decía que me encantas y nos hacíamos confesiones atolondradas, alternas, como disparos. “Hace tiempo que me sentía así”, “te quiero, te deseo.” La perilla giró y por iniciativa más tuya que mía, tomamos distancia para componernos el cabello, que igual quedó despeinado.
En la fragua, calentar de nuevo la pieza para evitar que un golpe le produzca una fisura. Después afilar. El afilado es un trabajo que requiere esmero, porque le da esencia al arma.
Decidimos marcharnos, recordé que no traías auto y ofrecí llevarte. Cuando estuvimos solas seguimos buscando la cercanía y aprobación de la otra. Y entonces, como obra maligna, no sé en respuesta a qué pregunta, para mi perdición dije contundente: “Lo que dure, Virginia”. Sin prever que toda la felicidad llegaría custodiada por una grande y oscura tristeza, porque es clandestino, porque jamás podemos abrazarnos ni besarnos, porque es un amor sin razón.
—¿Por qué, Virginia?
—Así es la vida —dijiste.
Y fue tu respuesta una invocación al dolor y la muerte. Tus condiciones fueron precisas y cortantes, yo quedé en una fosa abismal, con bordes inalcanzables, sin fuerza, sin la posibilidad de dar otro paso. La esperanza ya no me asiste, pero yo la añoro como a ti.
Seguí las instrucciones a pie juntillas. A solas, cubrí mi rostro con decoro, con ambas manos; pero no lloré, aunque al oírte me volvió a doler todo lo que me ha dolido en los últimos años por fuera y por dentro. Lo que no sabes, Virginia, es que estar contigo compensa todas las pequeñas adversidades que golpean a diario, que tu sentimiento no perturba el mío y que acepté con resignación tomar esto por el tiempo que dure, proyectando una vida o dos.
El pulido es el último paso en la fabricación de un cuchillo forjado. Esmerilar gradualmente con distintas texturas hasta obtener un acabado limpio, listo para cebarlo en el corazón de una mujer que no sea doncella.
II
Inmolación
Llevo jugo de naranja y una pieza de pan que muerdo antes de entrar al banco, es un beso enmascarado. Carla usa un traje nuevo y su cabello negro, intenso como ella, se ve muy liso. Toma el pan, me mira aparentando desconcierto y sonríe, sé que está triste.
Camino a mi lugar, el Jefe me recuerda que nos reuniremos con el Gerente Regional a las seis, para despedirla. Estoy molesta.
A partir de que se publicó la vacante y se sometió a las pruebas, supimos que este día iba a llegar. La semana pasada el Jefe hizo público el ascenso, acordó fecha para tomar el nuevo cargo y todo se volvió raro, como desahuciado. Cuando le informaron que fue seleccionada, pasó a mi oficina y propuso ir a tomar un café más tarde. Se escuchaba tensa y las cejas arqueadas hacían ver preocupados sus ojos moros.
Salimos, mi brazo rozaba el suyo, sentí el impulso natural de acercarme, tomar su mano y mirarla…me contuve. Ya en Vips, tomando té helado, volvieron las palabras, su energía acostumbrada y la conexión que siento cuando me acompaña.
—Será el martes —dijo sin dramatismo.
Entramos todos a la sala de juntas que huele a madera. Quedo lejos de ella, distinto a las otras ocasiones siempre a su siniestra, tocándola sutilmente al cruzar mi pierna, viéndola cuando nadie lo nota. Todos los jefes de la División Bajío estamos presentes. Llega el Gerente con unas carpetas y trata de romper el hielo primero, después guía su discurso hacia la despedida de un elemento muy valioso.
—¿Quién si no la licenciada Carla Acosta, sería merecedora de un puesto clave en Dirección General? tan entusiasta y comprometida con la visión corporativa, siempre dispuesta a colaborar.
Hace un mes tuvimos una plática incómoda. Hablé de nuestras personalidades opuestas para demostrar por qué las relaciones son efímeras y el matrimonio, fuera heterosexual o gay no debería de existir. Su mirada era otra. En su turno de hablar inició criticando la inmadurez de algunos hombres y mujeres y terminó diciendo: “pero tu inteligencia hoy no brilla”. Sin terminar la comida salimos del local calladas. Caminó junto a mí, haciendo equilibrio con los tacones altísimos que usaba, cruzamos la avenida de piso irregular del que a diario se quejaba, pero guardó la distancia necesaria para evitar que mi mano sirviera de apoyo como demandaba nuestra costumbre.
Esa tarde comprendí el significado de la famosa pared de hielo que según decía, yo levantaba a mi alrededor cada que la sentía muy cerca. Al llegar, el Jefe la detuvo.
Aproveché la confusión y me excusé. La imagen de su expresión de furia silenciosa fue y vino a cada rato las siguientes horas.
Al día siguiente llegó hablando como si nada, yo fingía molestia.
—¿Usted fuma? —preguntó. Dije que no, irritada por la pregunta sosa. Respondió que lo sabía y me ofreció una paleta helada—: ya que no podemos fumar la pipa de la paz—. Sonreímos las dos y agregó —es feo estar enojada contigo—. Sentí su amor intenso, loco, arrebatado. No aclaramos nada entonces, pero la quise mucho en ese momento, era necesario decírselo, pero callé.
Las palabras del Gerente Regional son agradables, hasta llegarían a motivarme de no haberlas escuchado cada que alguien se despide. La miro al extremo de la mesa, su forma serena de hablar otorga una musicalidad irresistible a su discurso, nos recordará con cariño. El Jefe agradece, además del trabajo esmerado, la amistad que le brindó todo este tiempo.
Hemos sido buenas amigas. Tuvimos larguísimas charlas o a veces breves; pero siempre con un extraordinario nivel de entendimiento y apertura. Amigas partir de un día que surgió el tema de los amores platónicos. Mientras ella hablaba yo pensaba en el futuro, “¿a quién hablaré de ti, a quién le contaré que había una compañera que me estremecía?”. En ese momento no creí que me correspondiera, porque de todos los amores platónicos que tuve con quien menos posibilidades me creí fue con ella; pero me quiso. Conversábamos mucho y nunca me abandonó esa placentera confianza, su interés me marcaba la pauta para que yo vertiera los pecados que a nadie conté antes. Vivió conmigo la ejecución de la mariposa indeleble que llevo en el hombro. Hasta podía decirle a veces “siento rabia con la vida” si no quería hablar; pero tampoco estar sola. Me miraba, atenta, preguntaba si podía fumar y aunque el vicio me disgusta sobremanera, decía que no importaba. Prendía su cigarro y exhalaba una dosis de humo con mentol que, en modo pasivo, inhalé durante cuatro meses.
El Gerente Regional pregunta si alguien quiere dirigir unas palabras a la licenciada que se nos va. Todos me miran esperando que hable, es natural, acostumbramos pasar mucho tiempo juntas. Evado la encomienda y los veo también en actitud de espera. La contadora que está a mi lado, insiste.
—Virginia, tú primero, es tu amiga.
Y luego el Jefe:
—Contadora, usted que es tan elocuente, hable de lo que su estancia deja en nosotros.
Respondo con sonrisas calladas a cada invitación. Hay un rebote de miradas en la sala. Todos, conmovidos, se niegan también a despedirse.
¿Que si resultó significativa su estancia? ¿Que si deja algo en nosotros? No hay manera de responder esas preguntas y mantener al mismo tiempo la compostura. Se trata de respuestas que no quise darle hace apenas dos tardes en el estacionamiento, cuando nos despedíamos. Se veía alterada, con voz contenida, reclamó:
—Quisiera sentir que hay un “nosotras” en algún tiempo remoto de nuestras pinchísimas vidas, que entre tu jodida existencia tienes un lugar para mí.
Subió al coche, arrancó en reversa y salió disparada bajando de la cabeza sus lentes de sol para taparse el llanto.
Lo había, Carla, juro que lo había, ¿por qué cambiar el tono si estábamos tan bien? Pero tal vez era la respuesta aplazada a lo que pasó a la hora de la comida.
Estábamos en una fonda, pidió el platillo repleto de especificaciones, como hacía siempre. Teníamos rato con el tema del nobel colombiano que acababa de morir. Movió la sopa con la cuchara para enfriarla, concentrándose, como si leyera algo muy importante. Le pregunté por su repentina distracción.
—¿Sabes que te amo? —dijo sin más.
—Sí, lo sé—. Respondí girando los anillos de mi mano izquierda. Después agregó:
—Piensa en eso.
Asentí, tratando de ser amable. No tenía que haberlo dicho, al hablar de sentimientos pareciera que es necesario esforzarse y que es obligatorio llegar a algún lado. Tampoco debió agregar que pensara en eso porque no está bien darme instrucciones y porque desde hacía varios meses yo la traía en mente todo el día. Los lugares, las personas y la música ambiental del supermercado eran ella.
A veces, tratando de disimular mi debilidad hacia Carla, soltaba algún comentario ácido sobre su ropa o cabello. Y su respuesta era que empezaba a parecerme a ella, tan apegada al sarcasmo. Pero ese fenómeno sucedió en dos vías. No me queda claro si se acostumbró o resignó, pero era consecuente con mi forma de ser. Ya no enviaba e mails ni llamaba. Por mi parte siempre tenía ganas de llamarla y no lo hacía. Sería admitir que cumplía un trato sin palabras, los tratos no tienen buen final, se rompen, resultan inútiles. Nos pasábamos la estafeta de la ansiedad. Yo miraba el teléfono a cada momento, para ver si enviaba mensajes, buscaba la oportunidad para escribirle. Una imagen, la borraba. Articulaba frases interesantes, no lo eran tanto. Ella: ausente, silenciosa. Cuando me atrevía a mandar el primer mensaje, me limitaba a una cara sonriente, respondía con otra. Con cada mensaje, mientras más tiempo pasaba, mayor era la angustia de no contar con su atención inmediata. Pero cuando llegaba su respuesta, me sentía serena otra vez y con fuerza para esperar varias horas antes de restablecer el contacto. El juego se hizo ley. Tomó distancia, parecía haberse adaptado; pero nada es perfecto. También se volvió ansiosa y malhumorada, y yo más callada, más lejana.
La insistencia de los otros me incomoda considerablemente, trato de no mirarla, pero a veces no lo consigo. Ella me esquiva también. El Gerente Regional se levanta de su asiento, de cerca le agradece sus aportaciones. Todos la abrazan y le auguran éxito. Abandono la sala con mucha tensión en la garganta, con cuidado seco un par de gotas que lograron escapar de mis ojos y de mi nariz, dudo entre desaparecer sin aviso o esperarla en el carro. Ahora se acerca haciendo señas para retirarnos. Necesita un abrazo, lo sé porque yo también.
Otra vez nosotras andando, haciendo esfuerzos por mantener la ecuanimidad, los conocidos roces, las conocidas ganas. Vamos en mi auto, cuando tomo su mano nuestras palmas hacen lo que debían hacer los labios. Respiro su perfume mezclado con su olor corporal, su champú de miel y la crema de manos. Desde ahora la extraño.
Antes de bajar del coche la beso brevemente con la boca cerrada.
—Te extrañaré mucho —dice —significas todo para mí, estoy enamorada. Entiendo tu forma de ser y la respeto. Es doloroso, pero no quiero seguir. Frente a ti quedo expuesta, sin argumentos, crédula, pero después de cada encuentro, cuando te vas, vuelve la razón, pienso otra vez y comprendo la situación real: no hay amor, o si lo hay resulta escaso para mis necesidades afectivas.
Ejemplifica sin esfuerzo actitudes lejanas que yo he mostrado. Cada ejemplo suyo es el movimiento preciso de un cuchillo forjado que me retira una capa de piel, se profundiza el hueco que siento en el pecho cada vez que pienso en ella, que me inhibe las palabras para describirlo, pero sé que es amor.
—Sé perder, por eso me retiro—. Termina diciendo.
Me rompo, intento abrazarla con mucho miedo de que sea cierta su decisión. Quiero decirle que la amo, que soy suya, que por favor sea mía. A punto de articular palabra, de dar el paso que necesito, mi cuerpo, como piezas de rompecabezas, se separa. Y guardo silencio mientras se aleja.
(San Luis Potosí, 1976). Locutora y narradora, miembro activo de la Sociedad de escritores michoacanos. Produce el programa radiofónico de literatura sonora Letra viva. Su libro de cuentos La sombra de las cornisas obtuvo en 2016 el premio Manuel José Othón en la categoría de narrativa, en el marco del certamen “20 de Noviembre”, que organiza el estado de San Luis Potosí.