Hace un año, por invitación de Fernando Trejo, estuve junto a Javier Molina para hablar de Raúl Garduño, quien en su poema “Del vientre de un día” escribió estos versos: “Aquí estoy con mi palabra llena de miedo,/ aquí alcanzo apenas los brazos de mis voces ahorcadas/ en las paredes de cuarto”. Hoy, el homenaje es para Javier Molina, quien en el primer poema de Bajo la lluvia asentó estos versos: “Te lo digo, así no vas a ir a ninguna parte, husmeando en el calabozo, poniendo la mano sobre la frialdad de las piedras del muro” (p. 17) 1 ¿Javier, en este poema, se está dirigiendo a su amigo? Se me antoja imaginar que esas palabras las está pronunciando, mientras su amigo sentado con la cabeza hacia abajo, como buscando las palabras en la hoja blanca, está tratando de armar un poema, y Javier va hacia la puerta, hacia la calle “para hacer plática”. El poeta Molina ha salido a la calle en donde encuentra luces que estallan, la calle verde, como quien dice palabras; entonces, él toma esas luces, esas palabras, y las cuenta. Así veo al yo poético que Javier Molina construye en sus poemas. Se trata de un poeta interesado por una palabra viva, no altisonante ni con pretensiones de que su voz retumbe como imán para fantasmas; una palabra viva pronunciada con el ánimo de conversar, colocada en boca de quien camina “sin pedir permiso primero”.
Y ese yo poético camina sabiendo que puede estar solo, pero que está “queriendo tomar la soledad,/ como a una piedra preciosa” (p. 22). Se siente bien a la intemperie, tomando la palabra para hablar, “para decir la cintura/ de una muchacha entre las manos/ Que la revolución es necesaria/ decir” (p. 26). Sólo para querer “Mirarse en el centro de la escena”. Y después, “esconderse […] y luego asomar la cara […] y contemplar/ la página/ como una paloma herida” (p. 29).

Cada vez más me convenzo de que la imagen del poeta por la que me siento atraído es la que Hugo von Hofmannsthal hace del poeta a partir de san Alejo. El poeta es el peregrino que parte hacia Tierra Santa, solo, y su familia se ha quedado en casa. Él, después de un tiempo, vuelve, y antes de entrar por la puerta que le permitirá encontrarse con los suyos, recibe la orden de permanecer en el anonimato, como un mendigo, quien será conducido por los sirvientes y colocado debajo de una escalera. Él obedece, y se dedica a observar cómo se comporta su familia, su esposa, sus hijos, sus hermanos, escucha cómo hablan de él como alguien que ha desaparecido, que ha muerto. Vive en su casa sin que nadie lo reconozca; no obstante, agrega Von Hofmannsthal, le ha sido dado estar en la oscuridad de los pasillos, entre los rumores y las presunciones de los criados. Contra lo que pudiera pensarse, el poeta, que habita en las tinieblas, domina todo lo que pasa en su casa, dice Adam Zagajewsky en su ensayo “Observaciones acerca del estilo sublime”, incluido en su libro En defensa del fervor (Barcelona: El Acantilado, 2005, pp. 46-47).
El yo poético delineado por Javier Molina se esconde y en seguida aparece para contar en la página lo que ha visto en el lugar de los hechos. Y lo que dice lo expresa sin delirios de grandeza, y acepta que se le corrija y entonces responde: “-Perdón, hasta mañana” (p. 43). Y deja que los otros se queden platicando y él prefiere escribir poemas en los cuales la música se hace oír y en los cuales, después de haber expresado que el “orden es tan absurdo que no queda más que transgredirlo”, se convence de que hay que “hacer lo que uno quiere sin molestar a nadie” (p. 38).
No hay complicaciones verbales en los versos de Javier Molina, los cuales fueron recogidos primero en Bajo la lluvia, luego en Para hacer plática, después en Muestrario para en 2005 ser recopilados en El lugar de los hechos, libro que se vio enriquecido con La luz se rebela, un ejercicio escritural a partir de la obra fotográfica de José Ángel Rodríguez y con poemas hasta ese momento inéditos. Esta ausencia de complicaciones le hizo decir a David Huerta, en 1978, “que la claridad de la literatura de Molina es su riqueza y su riesgo”. ¿Por qué su riesgo? Dejo a David Huerta con esa su idea, y voy a decir que no habría que tenerle miedo a la claridad. Además, Javier Molina ha sabido que los hechos pasan por el tamiz de la palabra; que en el cuaderno en que escribe pasan el tiempo, la música y la “palabra que es la vida”; una palabra que “madura/ en esta hoja verdadera”.
Entre el cuarto y la calle, Javier Molina optó por la calle, por la palabra que pasa por la calle y va a dar a la hoja verdadera. Afortunadamente, no le hizo caso a su madre. En una ocasión, él le dijo a ella: -Mamá, ahora vengo. Voy a dar una vuelta al parque. –Hijo, le espetó ella, ¿por qué vas tan lejos si la puedes dar aquí? Felicidades, Javier, poeta con la calle a cuestas.
Texto leído el 1 de junio de 2013, en el homenaje a Javier Molina, dentro del sexto encuentro de poetas jóvenes de México Carruaje de Pájaros. La Enseñanza, casa de la Ciudad, San Cristóbal de Las Casas, Chiapas.