Reseñas,

“Decidirse por lo justo”: Istitsin ueyeatsintle. Uña mar (2019), de Martín Tonalmeyotl

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En un país en que urgen actos contundentes para afrontar la violencia del día a día, ¿de qué sirven las palabras, la poesía? Ésa es una de las (muchas) preguntas que inquietan a Martín Tonalmeyotl (Guerrero, 1982) en Istitsin ueyeatsintle. Uña mar, su segundo poemario:

A veces pienso y me repienso y consigo poco
y las cosas allá fuera siguen igual.

Así, aunque los temas y motivos que se agitan en sus aguas son variados (distintos tonos, distintos colores), para mí, Uña mar resulta esencialmente una reflexión sobre el quehacer poético: escribir poesía en México ¿para qué? ¿Para rascarse las tristezas y los corajes? ¿Para mantenerse sobrio e insistir que la vida no nos pertenece? ¿Para recobrar las enseñanzas del bosque y las hormigas? ¿Para repensar los pasos, la vida?

Tonalmeyotl no precisa respuestas, pero encuentra una certeza. Si las cosas siguen igual, al menos queda pensar: repensar el ser y el estar para (siquiera) dotar de sentido al quehacer propio, para hacer de la poesía (de todo acto de creación: poiesis) ojos, oídos, voz: “En México hay una guerra que nos está deshumanizando y no solamente la poesía tiene que nombrarla, hay que volverla oídos y ojos de todos, no miren a los poetas, escuchen lo que dicen, la palabra permanecerá sobre los cuerpos”.

Aquí, el poeta se detiene a ver y a escuchar, para luego rumiar, cuestionarse. Una vez que surge la idea con su tronco, sus ramas, sus hojas y raíces (véase “No quiero ser un árbol”) busca forjarla con sensibilidad, ritmo y cadencia. De esta manera, las metáforas se construyen a partir de las preguntas que lo asaltan, preguntas insolubles que llegan casi siempre al mismo puerto: a tomar decisiones manifiestas, a optar por aquello que ayude a constituir un camino de justicia. Parecería que Tonalmeyotl dijera: el impulso de las palabras no siempre es el de permanecer, a veces ellas solo quieren pasar, irse al carajo, perderse en los recodos. Para forjarlas perdurablemente, entonces, hace falta resolución y un sentido de honradez. La palabra permanece cuando se escapa de su vanidad, de su vacuidad, cuando deviene reflexión y se encamina hacia la búsqueda de lo ‘justo’, pues su perdurabilidad no llega de manera gratuita, llega por volición: de trascender el terror, la trampa de las circunstancias.

Y en una voluntad de resistir, de contraponerse a una realidad como la nuestra, en la que aún no se funda una democracia sólida, en la que la desigualdad resulta vergonzante, en la que la injusticia es una señora ‘real’ (¿de qué ‘realeza’?) que se pasea cínica, maquillada y trasnochada, en la que no se puede confiar en las leyes, en los gobernantes, en los medios, un camino hacia una vía de justicia puede ser ‘hacer uso del contrapoder’: de dedicar el esfuerzo y la voluntad a escapar del (deseo de) poder: la decisión, la convicción, de elegir lo justo. El camino hacia la justicia por vía negativa, como lo apuntaba Luis Villoro:

En lugar de partir del consenso para fundar la justicia, partir de la ausencia; en vez de pasar de la determinación de principios universales de justicia a su realización en una sociedad específica, partir de la percepción de la injusticia real para proyectar lo que podría remediarla.

Después de oír, ver, pensar, de a poco, asumir un papel activo, y tal vez llegar a ser “esa persona que pretendiera maniobrar, no para alcanzar poder sino para escapar de él”. Y ello, sin dejar de tener presente que “Escapar del poder no equivale a aceptar la impotencia sino no dejarse dominar por las múltiples maniobras del poder para prevalecer; es resistirlo”. En este sentido, Uña mar sugiere que escribir poesía en México, y en otra lengua, sería un camino para resistir, una vía negativa hacia la justicia.

Ahora bien, Istitsin ueyeatsintle. Uña mar está dividido en dos partes. La primera y más abarcadora, recoge muchos de los poemas que Tonalmeyotl ha escrito a lo largo de su carrera. En oleadas, a veces suaves, a veces bruscas, los versos transitan de lo juguetón al compromiso político, al cuestionamiento, al dolor y la rabia de habitar una realidad violenta. Así, inicia con la alegría del fuego, con un poema breve que sugiere el calor de una alegría presentida, cambiante. Luego, con las golondrinas, en tres saltos, asistimos a la revelación de los cambios. Primero, en su vertiente popular de despedida del buen tiempo, de la primavera. A continuación, se las dimensiona en su símbolo de renovación: las golondrinas vuelven para procrear, para anunciar el tiempo de la siembra. Por último, el viento mismo se vuelve una golondrina en imágenes alegres de vuelo. Hay en este primer momento una preeminencia de la naturaleza, un presentimiento de vida, de cambio y permanencia.

En ese afán de comprender los movimientos cíclicos de la naturaleza, se escucha el aullido de perro. Las imágenes comienzan a tomar un cariz cada vez más reflexivo. ¿Cuál es la relación de la naturaleza con el hombre? ¿Es justa?, ¿es reciproca? No, “la vida [humana] es imperfecta”. En el momento crucial, la naturaleza se sacrifica por el hombre y el hombre no se digna siquiera en valorar dicho sacrificio. En seguida, una sonoridad dulce y urgente, llega para lamer los ojos: ¡pepetotl, pepetotl, trompo de palo morado! Con los giros del trompo, se profundiza en el yo, en el tú, en la relación que liga a los unos con los otros: la vida en comunidad comienza a hacerse patente. Se repiensa los actos cotidianos tales como el acto de barrer de noche. ¿Qué significa barrer?, ¿es solo un hecho cotidiano?, ¿es un ritual de limpieza, de profundizar en lo que empaña la vida? ¿Por qué no hacerlo de noche? Surge el aprendizaje por medio de una invitación a la amada. Y del mismo modo, en diálogo con la amada, se aprende el significado de ofrecer-se al otro. Si bien el inicio va a trompicones de lo cursi (hilando imágenes típicas de la sed amorosa, del ofrecimiento ciego, no razonado, de la alegría y de las palabras superfluas), cuaja en solidas columnas que sostienen el pensamiento del bien común, el diálogo, el amor compartido: “La palabra no se ofrece / no se debe de ofrecer / se debe compartir y en ese compartir / hacerlo más fuerte que los blocks de cemento”. Después de verse en el amado, se vuelve a lo que sucede entorno, sobre todo algunas veces en que se está con uno mismo, en reflexión, pensando, soñando. El poeta nos hace ver que la reflexión es una forma de encontrarse con el otro, con los otros, es una búsqueda de conexión con lo que nos rodea, la vida.

En la media noche, en cambio, se vuelve a la reflexión literaria: ¿qué hay frente a su propio quehacer: compromiso, cansancio, dinámica humana?, ¿creación, unión con el otro? Al final, sólo hay que decidirse por lo justo y ver el rostro de otros, porque a veces se necesita verse en el otro para comprenderse a uno mismo: en el espejo, en las otras miradas. En el contraste es más nítido lo que se pierde y se gana. La necesidad de la crítica y de la autocrítica: “aquí en nuestra tierra donde existe una complicidad de los mudos/ de esos sin labios y sin rostro que somos todos”. Luego, al día siguiente, en este día, una vez más el tono reflexivo: “amanecer sobrio para decir que la vida no nos pertenece”, “regresar al presente para desafiar la violencia”. Oleajes que van del yo al otro: la búsqueda de opciones, el anhelo de la libertad: “abrir surcos donde los niños puedan sembrar mariposas”. Y llegar a ese punto en que se explica porque no querer ser un árbol. El árbol funciona en distintos niveles, primero, como símbolo de la palabra: fresca o seca; luego, de la comunidad: que cuando madura, cuando florece, cuando da frutos, se torna más vulnerable para los intereses ‘extractivos’. No querer ser un árbol, entonces, es un acto razonado, de libertad, de ejercer la individualidad y el carácter electivo, para, al final, no querer sino aquello justo, bueno y necesario: que el bien y la belleza broten de lo más profundo de nosotros mismos, aunque la voz y el pensamiento estén podridos.

Y un pequeño descanso, se va a la mar. Algo de Víctor Jara asoma en este poema un tanto más idílico, con imágenes apacibles; un pequeño descanso para el pensamiento confuso y tortuoso de un escritor que busca un lugar propio, para sí.

Tras el pequeño oasis, se encuentran negras espinas mientras se piensa el caminar. Frente a uno mismo en el espejo de la vida, en medio del caminar, en diálogo con esos miedos que corroen el ser hasta desnaturalizarlo, hasta volverlo insensible. El poeta vuelto sobre sí mismo, buscándose en la reflexión, en franca autocrítica, para “repensar los pasos / la vida”, al punto de querer-se arrancar la palabra. Y por la necesidad de lograr un diálogo con el otro: se le habla, se le cuestiona, se le increpa. Aunque ¿quién es el ‘otro’? ¿El ‘otro’ soy ‘yo’? ¿’Yo’ también soy como el ‘otro’? Hay, en este punto, un correr a medias: del tú se pasa a un yo con quien dialogar, a quien se quiere comprender, al cual se le urgen respuestas. Interrogar para ahondar, para “encontrar el núcleo de la censura”. Y, a pesar de todo, confiar, tratar de que el tú y yo se vuelvan uno, un nosotros, un proyecto en común: “Abogar […] / por los que caminan detrás de nosotros”. A fin de cuentas, ¿de quién es la lengua? ¿Cuál es su ‘uso’ legal?, ¿a quién le pertenece?, ¿al nativo, al que se la apropia, al que la vende, al que la trafica, al que la ama o, simplemente, a quien la escribe?

En esta reflexión de los modos y las prácticas propias y ajenas de una ‘lengua’, también se reconoce su belleza, su vida, su actividad, su relación con el paisaje, el territorio y la identidad, pues su lengua “ríe y corre como venado / brinca brinca hasta golpearse con las nubes / hasta quemarse los cabellos con el sol”.

En los linderos de la identidad y la apropiación de la lengua, Tonalmeyotl inquiere lo que algunos hombres piensan sobre el hombre de lengua. ¿Su visión pertenece a la realidad o a un anhelo vano? Es más, ¿tienen derecho para pensar y hablar por dicho ‘sujeto’ sin respetarlo, sin entender sus pensamientos, sus contradicciones?

A continuación, una vez más el poeta urge por el diálogo con el tú, ese tú que también es parte del nos-otros: el prójimo, el compañero de al lado. Hay anhelo, reflexión y enseñanza en ese diálogo: vive (sufre) la misma opresión, la misma desventaja, aprendió el mismo saber (ancestral) y ¿qué hace con ello? En este punto, al pensar hacia adentro, el arcoíris, símbolo de tregua, se convierte en símbolo de violencia soterrada, a punto de arrastrarnos a su corazón hirviente, hiriente, cual ráfaga de fuego, balas: muerte encapsulada (¿también pastillas?) que se distribuye sin misericordia en derredor. Luego, llega el tren con su nota más violenta. Duelen muy adentro, esas imágenes sobre el migrante, sobre los niños que no importan, esa rabia, ese dolor ahí plasmados y que sólo quieren borrarse con alcohol. En un grito contra la situación vergonzosa/vergonzante de quien padece el miedo de la sobrevivencia, llegan los 43. Hay un increpar al tú (dentro de uno) para darse cuenta, abrir los ojos, a la situación, de que se puede hacer algo: al menos, no callar, no quedarse callados, porque, de verdad, “¡Duelen las calles / maquilladas con tu silencio!”.

Después de habitar el dolor de las calles, el poeta vuelve a casa. Vuelve sobre sí para preguntarse quién es, para reconocerse en cada acto mínimo que lo conforma, para hallarse en la miseria, en la muerte, en una situación que resulta grave, terrible, llena de ignominia. Del yo de la casa, se transita a reconocer el pueblo en que se vive (que se habita): los sueños de libertad, el silencio y el hambre, la muerte rondando, acercándose lentamente. La contradicción de la gente se hace palpable: el brujo es ahora un sicario, su magia consiste en fuego de plomo, de muerte. Y entonces todo se transforma como las piedras. El dolor de la petrificación ante el entorno hostil, violento, transgredido. La vida en el pueblo se ha vuelto insoportable entre el anhelo y el miedo de hablar o de callar. ¿Sobrevivirá ‘mi tierra’?, se pregunta el autor en uno de los poemas más rabiosos contra la propia realidad, de la cual son responsables no sólo las políticas de exterminio (que no se obvian) sino también la desidia, la hipocresía y la mierda del opreso múltiple: el prójimo. Sólo se puede hablar ya de pedazos de pueblo, tratar de comprender cómo es que las cosas han llegado a tal extremo: ¿por qué “este silencio cómplice”, de matanzas, este pueblo de hombres alegres y borrachos? El paisaje propio fragmentado, condensado, en pedazos, en imágenes sin tregua de dolor, impotencia y rabia. Y, al final, escarbar la tierra para el muro. Al final, dar cauce al dolor y a la rabia (sí, otra vez más) que habita en un corazón impotente con frases (e imágenes) de una fuerza profunda, como, por ejemplo, ese epitafio maravilloso que cierra el primer apartado:

Levanta el muro, perro de raza, para que los poetas tengamos donde escribir
tu mezquino epitafio.

Después del panorama desolador que recorre los últimos poemas del primer apartado; en la segunda parte, prevalece un esfuerzo por recobrar el calor y el cariño primarios, por asirse a algo fuerte y apacible a la vez. Esto es, Martín Tonalmeyotl se vuelve a lo más amable, lo más querido: la mujer. “Trenzas de mi pueblo” es el título de este apartado y consta de seis poemas que enlazan el calor y la nostalgia a partir de figuras femeninas. Aunque no falta la crítica y ciertas imágenes duras, hay algo en el tono de los poemas que mantiene la ternura, la calidez y el afecto. El poeta ensaya una voz más dulce, canta a la compañía, al oficio, al quehacer de las mujeres. Hay referencias a la mujer atole, a la artesana y también a la madre. Y en ese ir y venir de ritmos más suave, algo de nuestra alma vuelve a reconectarse con la paz que trasciende al hombre. La madre se torna un símbolo de la naturaleza siempre dispuesta a limpiarnos, a hacer de nosotros algo mejor.

Con todo, para mí, aquí es donde, con fuerza renovada, me resuena ese grito al final del poema “No quiero ser árbol”:

Quiero ser tierra y así
entre más podrido esté
mejor seré para las semillas de mañana.

Un grito inaudito, inmejorable casi, de dolor y de esperanza. Por todo lo anterior, desde mi perspectiva, Uña marllega como un oleaje rumoroso, rumiante, dispuesto a rasgar nuestra consciencia con una sensibilidad brutal y una razón inquieta. Llega como una invitación: decidirse por lo justo. Decidirse, implicar la voluntad y el ejercicio de la libertad en pro de un bien común, lo justo. Los caminos se limpian con el viento de la voluntad: cuestionando y optando la individualidad, el quehacer propio, las artes y, a la misma vez, la comunidad, el hacer común y la realidad.


REFERENCIAS:

  1. Martín Tonalmeyotl, Istitsin ueyeatsintle. Uña mar, México: Cisnegro, 2019, p. 23.
  2. Hubert Matiúwàa, “Los hombres zanate en el Ritual de los olvidados” (http://www.trinchera-politicaycultura.com/e2/912/cultura-01.php).
  3. Luis Villoro, Los retos de la sociedad por venir. Ensayos sobre justicia, democracia y multiculturalismo, México: Fondo de Cultura Económica, 2007, 16.

Jaime Sa’akäsmä. (Copainalá, Chiapas.) Licenciado en Lengua y literaturas hispánicas por la Universidad Nacional Autónoma de México. Ex becario del Sistema de Becas para Estudiantes Indígenas del Programa Universitario México, Nación Multicultural. En 2011, ganó la primera edición del concurso de cuento César Vallejo del Colegio de Letras Hispánicas. En 2012, obtuvo el Noveno Premio Internacional de Narrativa, convocado por Siglo XXI editores, la UNAM y El Colegio de Sinaloa. De 2012 a 2014, colaboró en el proyecto editorial de las “Obras, de José Tomás de Cuéllar”, en el Seminario de Edición Crítica de Textos de la UNAM. Actualmente, cursa el doctorado en Literatura Hispánica en El Colegio de México.

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