Reseñas,

El cementerio de voces en Texas I love you, de René Morales Hernández

Carolina

No es común encontrar un libro de poesía que es a la vez un registro documental de algún acontecimiento verídico, a la vez un compendio de declaraciones alrededor de ese acontecimiento, a la vez un dispositivo que puede ser leído de varios modos según el ordenamiento de ciertos elementos; es decir, un libro confeccionado híbridamente y que mantiene su vocación poética. Esa excepcionalidad se cumple en Texas I love you (Anónima Editores, 2018), del poeta mexicano René Morales Hernández (1981), que además toca un tema delicado y escabroso: ejecuciones de latinoamericanos por inyección letal en el estado de Texas desde la década de 1980.

Nérvinson Machado, quien está a cargo de Anónima Editores, menciona que con este libro se inaugura la Colección Dactilar de la editorial, con la responsabilidad de “mantener una mirada que, si bien no es rupturista, descubra esos movimientos telúricos ―a veces casi imperceptibles―dentro de la escritura”. De algún modo, Machado nos está diciendo que la selección de esta obra responde a la inquietud de mostrar un quiebre epocal, más allá de que el tema en este caso despierte cierto morbo o escándalo. Y es que nadie podría negar que la pena capital, junto con la compleja condición de los latinoamericanos en Estados Unidos de Norteamérica, el fenómeno migratorio y las identidades escindidas en un siglo convulso, como fue el XX, conforman ese movimiento telúrico, de sacudida, que no ha terminado de ofrecer réplicas y que así nos va construyendo, en medio de la inestabilidad, la incertidumbre o el miedo.

Texas I love you agrupa en capítulos una serie de poemas cuyos nombres son el de un condenado a muerte en cada caso; así, encontramos en los poemas la recreación de las voces que resumen la historia personal de cada uno de ellos: Jesse de la Rosa, Davis Losada, Irineo Montoya, Joe González, etc. Al inicio de cada capítulo aparece una cita de quien fuera el gobernador texano en el periodo de la consumación de las penas de muerte de donde salen los casos seleccionados para levantar estos poemas. Digo “levantar” porque parece que los poemas se yerguen ante el acontecimiento; me explico: en la página (de formato casi cuadrado) encontramos a la cabeza el nombre del condenado; el poema cargado a la izquierda; algún dato relevante del crimen a la derecha; en la parte inferior, la fecha de la ejecución; así como al pie de página, la última declaración del condenado a muerte.

Es interesante la manera en que René Morales Hernández logró armar este cuadro, pues los datos circundantes al poema provienen de una investigación documental que él realizó y, por otro lado, es claro que el poema emerge de esa realidad que el poeta masticó al investigar, una realidad de la que se apropia y con la que construye la voz del condenado. Morales Hernández consiguió que estas voces tuvieran ese tono seco, casi siempre directo, de quien sabe que todo lo ha perdido, según el caso particular de cada individuo. La ficción poética opera escudriñando, recreando los posibles pensamientos de quien será ejecutado, esas imágenes que terminarían de conformar un cuadro donde siempre faltarán piezas. En ese sentido, en este libro la poesía es esa pieza última que aspira a esbozar mejor estos universos personales de vidas condenadas a la pena capital por haber dado robo o violación y muerte, en un contexto donde el sueño americano se ha desmoronado. Muchos de estos condenados-hombres-poemas (todos son varones) reclaman su inocencia en su última declaración, la mayoría menciona a Dios o pide perdón, hablan de amor o de la familia, como si hubieran tenido una preparación eminentemente cristiana antes de la muerte. Esto es importante porque al final el lector se dará cuenta de que el poeta logró una congruencia entre estos datos, las frases de los condenados y el poema que nos entrega. Un acierto del libro es la posibilidad que ofrece de leer los elementos de la página en distinto orden cada vez; se puede comenzar con el poema o con la última declaración del condenado o con los datos de su caso, y la lectura funciona porque al final se trata de configurar un cuadro más completo.

Hasta aquí, he hablado de la confección del libro, sus posibles lecturas y brevemente del tono de sus poemas. ¿Y qué sucede hacia el interior de los poemas? Todos portan la marca de la desolación, aunque en algunos luzca la perversidad del crimen cometido, en otros una especie de indolencia por la cual lo mismo da evocar el impulso asesino o una escena cotidiana y banal, o en otros trasluce la miseria de la vergüenza, como el siguiente:

Mario Treviño

Madre si te preguntan por mí
diles que he muerto
destrozado por dentro
que fui el más grande hijo de puta
que hayas conocido en tu vida
robé, asesiné y violé
en el último momento
estaba triste
pero lloré poco

Madre te lo repito y te lo suplico
si te preguntan por mí
diles que he muerto
como cualquier otro

Diles que no pregunten más
que tú apenas me conociste.

No transcribo los datos básicos del caso criminal de Mario Treviño, que da título al poema anterior, porque mi intención es ahora enfocarme en la poesía. Así como este último poema refleja la conciencia de la propia miseria ante la madre, otros abonan a la precariedad de la vida o evocan el momento de adrenalina en que cometieron el crimen, pero todos mantienen este registro de lenguaje entre lo coloquial y lo cotidiano, despojado de ornamento, de manera que un poema puede comenzar con el verso: “A mí nunca me gustó Estados Unidos”, o terminar con este otro: “si me hubiera quedado en México” o “yo sí sé cuándo y dónde voy a morir”. No obstante esta intención de alejar el lenguaje de los terrenos del rebuscamiento, la poesía verdadera nunca pierde esa luz ambigua que un verso nos lanza de vez en vez, allá donde el sentido dice una cosa y dice otra al mismo tiempo. Por eso, estos poemas, a pesar de su desnudez, también nos entregan imágenes trabajadas acordes con la complejidad del asesino: “Cierro los ojos y veo cómo se acerca la muerte / como la sombra de un potro enfermo / es por eso que desde hace un par de meses / sólo pienso en la casa de mis padres”.

Finalmente, de lo mejor que encontramos en los poemas, señalaría la capacidad de René Morales Hernández para desdoblarse desde la voz del condenado, que se sabe ―como en juego de espejos―construida por el poeta, e interpelar a éste, al poeta, ese agente que se ha mantenido al margen tratando de no juzgar, levantando cuidadosamente con palabras las tumbas de este lúcido cementerio de espectros que tienen algo que decir, aparentemente poco, pero contundente:

David Cruz

Quiero decirle sólo una cosa:
“yo también soy una víctima
igual que usted”
pero, vamos, no se asuste
ahora se lo dice un fantasma
a través de un poeta marica
que se marea y tiene náuseas
cada que piensa en muertos
que le sudan las manos como a mí
cada vez que escribe este libro
como si no supiera que ya estoy muerto
que afortunadamente ya no le puedo hacer daño a nadie


Carolina Olguín (Monterrey, México, 1978). Es poeta, profesora de lengua y literatura y editora independiente. Es autora de Canicular, poemario publicado en 2019 por Mantis Editores y el Fondo Regional para la Cultura y las Artes, y del Libro de la vigilia, publicado en 2014 por Abismos Casa Editorial. Es licenciada en Letras Españolas y maestra en Educación Superior por la Universidad Autónoma de Nuevo León. Sus publicaciones han aparecido en revistas como Tierra Adentro, Letras Explícitas, Revista de la Universidad de México, Armas y Letras, así como en antologías nacionales, y periódicos y revistas sudamericanas. Fue coordinadora académica de la Capilla Alfonsina de la UANL. Estuvo a cargo de la sección de poesía de la revista Levadura. Imparte cursos y talleres relacionados con lengua y literatura.

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