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La poesía de Aly Pérez en ocho recorridos

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Alberto Hernández y Juan Sánchez Peláez

Hora entre las horas frente al texto inmóvil…

1.-

La casa se advierte en la experiencia del poema. En el comienzo de su transición, pero también en el final de sus misterios. En cada espacio indica el tiempo que lleva ocultando y ofreciendo el lugar que ocupa en el interior de cada voz, de cada habitante. En poesía, como en los sueños, la casa es un habitante más, un ser que nos concede sus cambios, porque ella es testigo de todos los pasos, de los amagos de la vida y de la última piel de la muerte.

Los textos de Aly Pérez, recogidos en su libro Pasión según la casa (1991), vienen de muchas  preguntas, de íntimas lecturas, de recogimientos interiores que renuevan las imágenes cuyo rigor interpreta la vocación poética de sus intentos. Pero también de un inédito, ganador del Premio Jesús Bandres de San Juan de los Morros en 1995, Salmos de la vigilia, que creemos nació antes que el primer nombrado. Entonces es voz que se pluraliza cuando desde el poema modela esa epifanía que en Keats es el ascenso a la belleza y el descenso a la verdad. La casa, rodeada de imágenes reales, vierte una atmósfera que transforma al hombre de la palabra en un hacedor de experiencias estéticas. Nombres, autores, lugares, expresiones, el cuerpo de un milagro visual, destacan la contemplación de quien tiene en el lenguaje una particular manera de decir las cosas.

El Endymion, ascender y descender, retira la creencia en que el creador pierde -en medio de esta dicotomía ambigua- el sentido del espacio para crear una atmósfera. Este libro –así todos los demás- del poeta Aly Pérez transita por esa delgada línea divisoria.

Una lectura, la gracia de atreverse a penetrar en la memoria de quien irrumpe con una obra sólida, culta y a la vez sazonada de elementos de su cotidianidad, universaliza la imagen, verbaliza el silencio y la lección que nos tiene reservada la observación, la pasión por cada objeto que nos conduce a recrear el mundo. Cada poema de este libro es un símbolo de la pureza del autor, de su también contaminada costumbre de rozar con imágenes desnudas cada aventura con la palabra.

La casa ya no es la misma// En el patio/ no están las granadas rojas/ ni el amarillo de los jobos/ en la tierra, pero tampoco la portátil destreza de Mishima, Utamaro o el abanico japonés que la casa aceptó con benevolencia. Desde la casa, desde sus entrañas, y desde la contemplación hasta la elaboración del texto poético, cortado por el filo de la vida. Ascenso y descenso.

¿Qué nos tiene reservada la casa si somos para nosotros mismos habitación del silencio? ¿Puertas y ventanas no son acaso portadoras, dueñas de palabras que alguna vez resuenan reformadas porque el tiempo abusa de la desmemoria? ¿No hay en cada casa un silencio que nos lleva a morir cada vez que lo deseamos? ¿No es la casa misma una voz que nos convoca, que nos aturde en la soledad? ¿No están las habitaciones llenas de ausencia, de aquella muerte que nos prepara el terreno de la eternidad?

La poesía de la casa es la permanencia en ella. Una vez desalojada nos perdemos en un tipo de olvido, de abandono. La pasión por paredes, goznes y sonidos. Los ruidos de la noche en la sangre. El miedo que nos aleja de ella o nos acerca más. El silencio que debilita la voz nos hace profundos, quizás nada desde la calle, desde el recorrido que trazamos para marcarnos la única sílaba alguna vez escuchada en un sueño futuro. ¿Quién dijo que una puerta no es el límite entre la vida y la muerte?

2.-

En Salmos de la vigilia el poeta se ampara en el Rey David, con él inicia un tránsito  donde “nos congregamos todos/ como un grupo de aves/ que sueñan más allá de la muerte/ sobre esta patria/ hecha pátina de tedio/ cal de esperanzas/ a la cual vuelvo”. El poeta regresa, retorna a la tierra luego de una larga ausencia, de una intensa extensión silenciosa por poemas o versos iniciales marcados por el paisaje, por olores, colores y sonidos que despiertan a “los ángeles de la casa”, donde las cosas se agitan, respiran la angustia de sus habitantes.

“Hay una desolación de las cosas/ en los seres/ en el viento que se dobla tras el humo de los días…”, y que sigue con la casa a cuestas, con el vino escanciado, rancio, viejo entre la inminencia de los pájaros y un jardín.

Y así, “condenado al fracaso”, quien escribe se afinca en la naturaleza viva, en las palabras, en Dios siempre presente “cuando se nombran las cosas”. Ese instante funda el alfabeto de este hombre que halla el eco de voces a toda hora, en el sueño y la vigilia, en toda la geografía de sus papeles. Común era verlo con la cara enterrada en los libros, allá en su casa de Los Colorados de Villa de Cura, ausente, alucinado, insulínicamente extraviado, dulcemente  quieto sobre el esqueleto de un poema.

Siempre una casa y su patio, el universo entero en la mirada de quien describe cada paso, cada sombra o relámpago, cada nombre: el Nazareno, Mondrian, Virgilio, Homero, los talabarteros, los panaderos, las caminadoras, los ladrones. Cada salmo es un estar despierto con el mundo a oscuras.

3.-

Un homenaje frustrado a Borges toma cuerpo en unos versos donde la noche comienza y termina en “el paso del tigre blanco de Sumatra”, porque Aly Pérez tenía en Villa de Cura toda la geografía, toda la tierra recogida en los ojos, “donde el ángel de las sombras” alcanza el zumbido de la escritura. Así lo pronuncia en Rumor de alameda, escritura y espacio cotidiano, respiración en la que habitan todos los paisajes.

“Gira la tierra/ en su noche/ sobre el secreto canto de la muerte”. Aquí se resume este libro, que arriba a la imagen del viajero Alejandro de Humboldt en la Alameda Crespo, “donde un fabuloso animal de la tarde se hace palabra”. El tiempo, recurrencia que admite la presencia del cosmos: el poeta viajaba ensoñado, desde un almendrón tropical hasta un ciprés sirio o andaluz. Desde una calle de su pueblo hasta la Judea filistea y cristiana. Un cují pudo haber sido el árbol de la muerte del traidor. Árboles, vocablos, la sombra del poeta, los meses crueles, las estaciones enfermas, el paraíso perdido, la voz del abuelo Carmelo Aponte en 1928, la “patria borrosa”. O el hijo reciente, su boceto en el poema mientras noviembre descorre “los pliegues del corazón”.

Todo el olor recogido en la mirada perdida del amigo: Omar Gutiérrez “bajo un árbol de agua desplomado”, mientras  Leonardo Da Vinci hunde sus pasos en un libro de historia del arte.

La casa, una vez más, en una elegía. Los cajones repletos de sombras, de apellidos, olores, la nostalgia y Miguel Ramón Utrera en su “otra claridad”, presente en el río y en el aire. Algunas cartas al viento, a poetas y al tiempo.

4.

Y de esas tantas anteriores, Cartas a Ofelia, un libro de amor. Es el libro de la espera. El poema se estira sobre el cuerpo amado y se hace músculo tenso, lo imagina, lo hace casa habitable; sin embargo, “Cada vez que intento el poema/ se salpica de un no sé qué de ti”.

Abunda: “Siento el aguijón de retardo/ posiblemente no vengas”. La voz de quien habla por lo bajo se queda adherida al nombre de Eloísa, silenciada en el secreto de un texto, pero prevista en las manos que tocan con el mismo poema: “Tú que eres soplo de nube/ en el álgebra de la mañana”.

El tiempo acosa al escribano, al amante. Él es “fugacidad”, temblor, pecho, sudores, “ángeles de Boticelli”. La música “a la deriva de quebrados silencios”. La piel de la mujer es un “delicado óleo de Renoir”. Y un gato se apresura a ser otro poema en el que ella es “beso sedoso”. Finalmente, Ofelia, una primera carta,  nombrada, sacada del misterio para decirle que “es otoño de abril”, el pueblo que lo habita.

Insiste en el viaje por el mundo con ella en el recuerdo y calificarse “sueño oscuro”, solitario en el poema. La segunda carta a Ofelia descubre la imposibilidad de su cuerpo, de los pliegues de su pensamiento. Ajena, la despedida en la voz de la mujer que ama, que lo ama y no debe.

5.-

La comarca era la casa: este libro se abre con una ventana y luego se completa en el hogar, el que el poeta lleva a cuestas en todas sus páginas, en el denso clima de sus sueños: regresa al tema, insiste, entra y sale por la misma puerta, silencioso, eufórico, solo, triste, vivo con el pintor Carlos Martínez “Cejota”. Es la comarca palabreada, verbal, vocalizaba bajo la “arquitectura umbrosa” de su “antiguo cielo”.

Pasea Aly Pérez por el país perdido “intentando cantar una canción/ sobre lo poco que hay que alabar/ en el fondo de lo que se respira”. Poema crítico este “Colorado blues” en plena calle donde la podredumbre se confunde  con los buenos sentimientos o con los ojos sucios de “sombras de perros hambrientos”. Poema nostálgico en el que se aprecia el tiempo perdido porque “la casa y el barrio/ dejaron de amarse”. Una metáfora de nuestras heridas abiertas, de nuestros ardores nacionales.

Nada deja de tocar este hombre que escribió a prisa, porque sabía de su vida y de su muerte. Desde aquella declaración: “Siento deteriorarse la casa/ y con ella la casa real/ casa de adentro, / casa humana/ cargada de pesares”, él casa, agónica, moribunda casi. Una crónica del lugar y del tiempo, de los ancestros, de sus voces retomadas. Un largo trecho de tropiezos y ahogos donde los libros se confunden con el barro viejo, el de las paredes, el del cuerpo vencido, enfermo. Atrás quedaron las fotos, los muebles, una “mujer que se perdió/ en el vibrar de una pantalla de cine”. Y así sigue la voz, de la casa a la calle, al amanecer, a la noche de la misma casa hablada o silenciada, a las “porosidades del tiempo”.

6.-

Sigue la casa en la memoria: un paisaje recurrente en los cantos de Aly Pérez. Los objetos domésticos forman parte de la complejidad del universo.  La paz y los sobresaltos del recinto materno. La matriz de barro, la techumbre de linfa. La madre inicia esta aventura en Nochevieja (Premio Concurso de Literatura Augusto Padrón), atrapada en el canto de un pájaro, en el extravío del perro junto a un venado que aún se mueve en el recuerdo. Sigue, en esa instancia, la casa en el cuerpo del poeta, en sus órganos vitales, en sus enfermedades, en el diagnóstico de su soledad. La casa es el poeta agónico. Casa y voz, el mismo cuerpo, el esqueleto del tiempo en el sufrimiento de quien dejó estos versos anclados en varios libros inéditos, estos huesos “traqueantes”, “muebles de madera”, el exceso de azúcar en el torrente de su sangre liviana, los libros, el páncreas, la insulina, los islotes de Langerhans, la diabetes. La casa es el poema de la enfermedad, “el dolor de la lengua/ dientes y resecol de la saliva”, dicho en “Anotaciones para una fisiología del cuerpo y la casa”.

Así comienza este libro: “Yo era niño y estaba sentado/ en las lomas de la inocencia…”, el muchacho que viaja de Villa de Cura a Varsovia en medio de la noche: la espera como pregunta frente a un vaso de vino, tantas más preguntas sin respuesta. El desvelo, la noche otra vez, la eternidad a través de la ventana. La casa perdida. Un poema polaco donde Milosz, Kósnik o Wilsawa Szymboska se pasean en confianza, asidos de las palabras que Aly recogió bajo el manto oscuro de las noches de su villa. El país sitiado por el miedo y la depresión, por la muerte.

Así: “Consumo sorbo a sorbo este vino/ pienso en mis amigos cercanos/ y en usted poeta Watt/ que esta noche tan nueva/ y tan vieja como la suya/ me hace meditar mis 45 años/ frente a túmulos de tierra/ donde busco a los amigos/ con quienes compartí el instante”.

La tarde atraviesa la sombra de los “árboles y bancos de la plaza Miranda”, el Café Ayacucho, recurrente, mítico y vivo entre los dedos del autor.

Los ojos del poeta recorren las calles y hacen un inventario de pasos y almas que cruzan las paredes de afuera; por el friso del café: referencia de pueblos, Grecia y algunos nombres clásicos: todo un viaje imaginario. El mundo es Villa de Cura. Rubens dialoga con Boves, con la estatua de Miranda.

La cultura del poeta villacurano en cada verso, en cada ensueño. Y así Maracay, la nostalgia de unos nombres, la trama de la memoria en las tantas esquinas, la geografía desordenada en cada línea emotiva…los poetas preferidos. Poemas largos donde el poeta pierde la piel: “Al otro lado de estos textos/ el mundo es ajeno…”. Y así, en medio de tanto silencio, Aly Pérez se consume en palabras.

7.-

El lugar, el topos, la exactitud del paisaje habitado. En Pisando el valle Aly ingresa en el resplandor, en el padre que lo repite al nombrarlo. Elegíaco, el sitio, el valle donde se oye “el resonar de tus pasos”. El dolor, la muerte cercana, cautelosa, en fin, el silencio más allá del poema dejado a la orden de los que quedamos mientras tanto: la voz desnuda, en carne y hueso, viva. También está la música: B.B. King, Biella Da Costa, Ella Fitzgerald, Sony Boy Williamson o Baco, “en el vuelo gris de las torcazas”.

El diario devenir, la permanencia de la misma imagen, las paredes de una casa llevan hasta un espacio preciso en el que hay “una tierra que no existe”.

Alucinado, bajo la fuerza de las imágenes, el poeta pierde el rumbo del polvo, por eso deja marcas, de allí que “vivo en una provincia dura/ al sur de un país duro/ que no veo”.

Viaja por el azul de Salmerón Acosta, el otro poeta enfermo, en un “inconcluso texto”. La casa, testaruda pasión, aparece y desaparece. Es una palabra toda su poesía, el destierro de las voces apagadas. Y al final, otro viaje clásico, el del eterno retorno a los orígenes, por piedras y Grecia de nuevo, por los árboles de Creta, por Orfeo y Eurídice, por la carne literaria de Ulises, “un viaje hacia las sombras”.

8.-

No es un café del Barrio Latino, pero como si lo fuera. En Cartas del Café Ayacucho la poesía revienta su corsé municipal y viaja con la sombra de un lugar en el que tanto París como Villa de Cura encumbran el trago de la palabra. Y Aly Pérez siempre lo supo, a pesar de tenerse en pie -frágil naturaleza- bajo los árboles del trópico, muchas veces cantado a través de sus inviernos y sequías, sacudidos por las voces de poetas lejanos traídos a esta comarca desleída.

Un hombre –un poeta para ser más preciso- se sienta en un café pueblerino e inventa el mundo. Solo o en la compañía de quien abre un libro, las calles historian el poema, lo revisten de un largo aliento en el que caben los adjetivos, el tiempo y la muerte. “Vuelvo a este lugar/ tal vez atraído por el sopor de la memoria/ pero allí no está el lugar/ todo el Café se ha ido, / sus pequeñas mesas/ el espejo en la pared…”, el poeta advierte la sorpresa, el tiempo aprisionado en la calle, la que queda, la que corre hacia el oeste y tropieza el comienzo del poema: “El Café Ayacucho fue/ una fábrica de ocultamientos/ donde siempre se dijo la verdad”. ¿Cuál verdad? Sólo las palabras tienen derecho a develar ese secreto, esa verdad oculta, escondida en pleno paisaje villacurano.

El poeta que habla en este poema es un fantasma “de días desvencijados”. La muerte lo ha convertido en el visitante más aventajado del Café Ayacucho. Nada, Aly Pérez se pronuncia desde el lugar de aquellos días.

La fiesta de su silencio nos regresa a esta conclusión: “Definitivamente estamos enfermos de miseria”, como dejara en sombría amonestación en el poema que abre y da título a este libro de cartas, de envíos especiales a los fantasmas que en vida lo acosaron amablemente. 

Se advierte, de manera clara, la influencia de muchos de los que jalonaron su pasión por la poesía. Los detalles y la euforia por artistas que lo hicieron pintor. Sonríe por un blues o un jazz en el fondo de un patio cubierto de flores de apamates.

Entonces nos encontramos en el Café, taciturnos todos. Allá afuera, en medio del silencio de la tarde: Phillip Larkin, Antonio Trujillo, James Wright, Gustavo Pereira, Elizabeth Bishop, Luis Alberto Crespo, Joseph, Brodsky, Alejandro Oliveros, Charles Wright y Laura Jensen. Personaje al fin, el pueblo que lo vio nacer y morir, Villa de Cura: “Fue la vida/ tal vez el destino quien eligió/ abrir mis ojos/ en el valle”. El poema, ese artefacto litigante, mereció igualmente el mensaje: “Dando la cara/ a la inquietud del poema/ que me mira de reojo/ con su yodo solar/ de gato sin dueño/ buscando a quien pertenecerle/ si es que elige corresponder”. Y finalmente, cardinal y señero, el Sur, la bóveda celeste de nuestra geografía comarcana y global: “Los ojos avanzan/ bajo estos cielos vacíos/ soplan secos los vientos/ y un azul metálico quema/ el verde de las montañas”. El mismo Sur de Miguel Ramón Utrera, el profundo sur del gentilicio.

Son cartas poemas. Poemas cartas que son poemas nada más. Sus sonidos, tanto silencio abrevia, lo dicen, lo aseguran, como ponen en duda la escritura del tiempo. Estos papeles que el poeta dejó sobre la mesa para que fuesen recogidos, entre tazas vacías, un mantel manchado y unas flores artificiales en el viejo café de su villa, se desnudan y recorren el pequeño universo de este lector apresurado.

Hace rato me llegaron estas cartas como un mandato del poeta, como una gracia del Aly que siempre nos honró con su amistad.

El mismo miedo, el de siempre, el de Char en medio de su desértico silencio. Pero esta vez fue más agreste: la poesía de Aly, radical y angustiosa, porque la vida lo empujaba, y verbal. Atiné a regresar a su manera de leer, a la forma de inventarse desde su propia sombra. Me dije: este libro es la verdadera despedida, tan personal, tan sin embargo abierta. Y me di en leerlo con el peso de quien está solo en la muerte, con la incertidumbre de quien está solo en la vida.

“En la barra leía poemas con mi amigo, / un viejo vago, asiduo visitante,/ me hablaba de Teócrito y sus bucólicas,/ yo de Cavafis,/ de las destrucción de las ciudades”. Desde este instante, el libro se confirma: la poesía se cartea con sus hacedores. La lectura con el amigo destaca la aventura de Aly: hablarse con los poetas, nombrarlos con la suficiente confianza de su dolor por Villa de Cura,  la que páginas más adelante dice: “Tampoco tengo la culpa/ de mirarte con tristeza/ ni de atravesar tu ausencia/ en la lejana Alameda Crespo, / buscando en ti/ un trozo de patria,/ una ventana de afecto/ para poder decir/ que te amo”.

La yuxtaposición abrevia el libro. Es un solo poema cuyo destinatario se multiplica en los nombres de algunos de sus poetas más cercanos. Pero Villa de Cura es el verdadero motivo, la fuerza que impulsa a Aly Pérez a hacerse de otros ámbitos.

Una constante al comienzo de estos textos: El tiempo, los colores  y sus andanzas, la lluvia o la sequía, la hora de manifestarse el poema: “Ha soplado el viento toda la mañana/ en el verde de los cerros…” (Carta a Phillip Larkin); “En estos valles el verano no reposa…” (Carta a James Wright); “En el espeso verdor del mediodía…” (Carta a Gustavo Pereira); “Se desgaja el invierno/ como una rosa oscura…” (Carta al alce de Elizabeth Bishop); “No vendrá el diluvio/ tras nosotros...” (Carta a Joseph Brodsky); “Frente a vientos de cuaresma/ el rumor de la sequía nos destierra/ ante el borbotear del verano…” (Carta a Alejandro Oliveros); “Frente al velamen del poema/ se abre el amarillo agonizante del verano” (Carta a Charles Wright); “Como sonata de anhelos perdidos/ emergen sus cuernos de vaca blanca/ en la claridad de los traspatios…” (Carta a Laura Jensen), y “Los ojos avanzan/ bajo estos cielos vacíos/ soplan secos los vientos/ y un azul metálico quema/ el verde de las montañas…” (Carta al Sur).

Desde la soledad del Café Ayacucho, donde alternaban los duendes silenciosos de la poesía, la ficción se hace fiesta de la nostalgia. ¿Quién niega que Buñuel o Fellini saludaran con regocijo a los paseantes de la plaza Miranda? No era nada extraño que “junto a la música de las cañafístolas / y el blues rabioso de Janis Joplin” se pasearan Gonzalo Rodríguez, Kristel Guirado y Rosana Hernández Pasquier, mientras José Pulido repasaba la calle de sus eternos viajes. No era raro Oxford, Londres o Turín frente al Santo Sepulcro. Mucho menos John Constable, René Char o Paul Celan buscando las escaleras de El Calvario. O las costas del Egeo en la sonrisa del mismo Aly levemente suspendido por los “brazos olvidados de Yorgos Seferis”, bajo los “brotes de samanes”. Los campos de Ohio no eran extranjeros en el Valle de Tucutunemo, mucho menos los “amarillos delicados de Giorgione”.

Por algo confesó el poeta de la dulce sangre: “Soy en vano mi límite/ tuerzo los márgenes de las palabras”. Y en esto lo acompañamos todos, hasta el fin de los tiempos.

Coda: Todos los libros de Aly Pérez llegan al mismo lugar. Cada uno se ata al que sigue. Son libros amarrados al paisaje que los inventó. Aly Pérez sigue en ellos, pendiente de cada giro de la tierra. Tan vivo como el pájaro que advierte su presencia diaria en los árboles y calles de su antigua ciudad.

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