No muchas veces destrozo el cráneo de un hombre con una cuchara de plata. Es un acto brutal que no tiene sentido. Hasta donde sé, nadie más lo ha realizado y no creo que muchos se atrevan. Yo no lo recomiendo. Matar es un crimen sancionado por toda autoridad, pero matar con un utensilio de cocina es aún más abominable. Al menos a esa conclusión llegué después de ver el cuerpo de la víctima. ¿No es de por sí vergonzoso morir a manos de otro, para que además, en el colmo del absurdo, lo hagan con un objeto cotidiano, algo que la gente relaciona con comida y no con un asesinato? El honor acompaña a quienes son atravesados por una bala, agujereados con un cuchillo, válgame, por lo menos asfixiados con una soga. Pero una cuchara… Una cuchara no puede ser tomada en serio. Ni aunque sea de plata. Ese metal le ha dejado de interesar a la gente, a la aristocracia. Es despreciado incluso por los competidores olímpicos. Mucho menos le iba a interesar a un asesinado, de haber podido elegir el arma con que lo abatirían.
Primera tribulación: crear un antecedente estrafalario.
Quise disculparme con el pobre Augusto. Lo siento de veras, viejo, yo no soy así. Me arrepiento de no haberte dado una muerte más digna. Te juro que voy a enmendar este error. No sé cómo le voy a hacer con los periódicos, que se han encargado de recalcar lo ridículo de tu muerte, pero yo, te lo juro, resarciré tu memoria; para que conozcan que fuiste el hombre más cálido, valiente y honesto que pudo morir descalabrado. Pero no pude hacerlo, los funerales se realizaron con la mayor discreción posible. Entiendo el motivo de sus familiares, no querían más publicidad y acoso que el de los policías. Quisieron esconder sus restos del ojo público porque, como todos atestiguaron en los medios, a Augusto lo asesiné en su recámara, vestido únicamente con una bata de baño que ni siquiera estaba cerrada. Se puede perdonar la muerte, pero no la impudicia. Y como además el muerto se cargaba en vida señalamientos de maricón, se hizo menos aconsejable una ceremonia fastuosa y llena de plañideras.
Segunda tribulación: el arrepentimiento.
No soy un asesino nato, tuve que aprenderlo a los diecinueve años. Ya muy grande y sin antecedentes callejeros. Me podría considerar un chico normal, universitario en antropología. Atascado con deudas y préstamos. Muy desesperado por encontrar dinero y con pocas habilidades para ofrecer en el mercado laboral. Sólo puedo retener en la memoria teorías posmodernas y limpiar mi alma de remordimientos. Esto último es justo lo que se espera de un matón a sueldo de alta categoría. Para manchar las calles de sangre están los sicarios y quien quiera un trabajo sucio y grotesco requerirá a los ex oficiales del ejército. Lo que yo ofrecía era un delicado arte de cortar los hilos de la vida. El primer encargo lo conseguí poniendo un anuncio en la Deep Web. Mentí sobre mi experiencia asesina y no bien pasadas las veinticuatro horas fui contratado para desaparecer a un millonario. Cerrado el trato y el depósito bancario listo, tuve que verme de frente con la primera muerte en mi conciencia. Ubiqué a la víctima y allané su casa por la noche. Le inyecté aire en las venas, técnica que leí en un cuento de Rafael Bernal, y el millonario murió dormido. Matar en silencio y limpiamente es el colmo de mi nihilismo de vanguardia. Nunca creí que esa actitud y desprecio ante la vida pudiera darme cincuenta mil pesos en efectivo. Yo, que esperaba acabar desempleado y sin futuro, ascendí en popularidad clandestina. Hay mucha gente que quiere eliminar a sus semejantes, pero como son cobardes, les basta con encontrarme en la red profunda. Cobro cincuenta mil pesos, hago una visita nocturna y provoco embolias gaseosas. Es una fórmula que nunca me falló.
Tercera tribulación: perder a todos los clientes.
Después de espiar a Augusto, me preguntaba por qué no lo había conocido antes. Pudimos ser los mejores amigos de no ser porque tenía instrucciones de pasarlo a mejor vida. Si yo no me dedicara a esto, tal vez hubiera hecho la misma pregunta que se hicieron amigos y conocidos: ¿quién iba a querer matarlo? Augusto era inofensivo y lo reflejaba su carne fofa y las muletas de acero con las que se apoyaba. Visitaba museos y sacristías barrocas casi con tanto fervor que a sus citas médicas. Tenía eso que los doctores llaman “huesos de cristal”. Leía al pervertido de Foucault y, lo mismo que yo, en vez de colocar sus libros en un estante, los depositaba en un revistero junto al excusado. Su casa albergaba arte novohispano que ya quisiera semejar en importancia cualquier museo de provincia. Seguramente Augusto tendría una plática excelente, lástima que sólo intercambiamos algunas palabras antes de acabar con mi encargo. A pesar de no representar ningún agravio ni peligro para la humanidad, un grupo de gente lo quería ver tres metros bajo tierra. La experiencia me ha indicado que existen hombres que de sólo verlos uno tiene que andarse con cuidado; pero hay otros pocos, estimados como “mañosos”, de los que nadie se espera las peores bajezas. Augusto era de esos, por eso me cayó bien desde el principio. Diría que estábamos cortados con la misma tijera: la desvergüenza. Yo aniquilo cuerpos sin apenas temblarme la mano. Él desfalcaba coleccionistas de arte con tal cinismo que llegó a molestarlos. Me imagino que yo también acabaré como víctima de mis actos criminales, pero hasta entonces, nunca decliné de matar mientras tuve un sueldo decente. Esta ética inflexible me permitió visitar de noche a Augusto. Dispuse la jeringa con aire a su cuerpo y al momento de acercarme para descobijarlo y clavársela en el cuello, se encendieron las luces. Augusto custodiaba la puerta del baño, vestido con una bata blanca. Me había engañado con el viejo truco de simular un cuerpo con almohadas. Augusto dijo:
—No voy a morir por una inyección.
Me impresionó su voz mandona y lentamente bajé la jeringa al suelo. Sabía que este asesinato iba a ser diferente. A lo mejor ni siquiera podría llamarse homicidio, sino acto de compasión. Augusto se acercó firme hacia mí.
—Mátame de otra forma.
Me sentí contrariado de estar frente a alguien que no era una víctima vulgar. Creo que sentí excitación. Y me puse a pensar cómo deshacerme de él de un modo elegante. Era difícil. Tan solo someter a Augusto le supondría una luxación mortal, pero ese no era mi estilo. Me negaba a matarlo con brusquedad.
—Le quita misterio a mi oficio —le reproché.
Él suspiró porque ya no tenía nada qué decir. Por alguna razón había sido avisado de mi visita y mis intensiones. Aún así, quiso morir y yo no alcanzaba a comprender por qué. Lo menos que podía hacer era regalarle un asesinato alejado de mis convicciones, como un acto de buena voluntad.
Cuarta tribulación: traicionar los ideales por un sentimentalismo fugaz.
Tomé lo primero que tuve a mano, una cuchara de plata encima de una mesita de té. Él no retrocedió ni cerró los ojos. Mi única obligación era mantenerme firme. Me acerqué a Augusto y fiel a mi postura de no violencia, le ayudé a quitarse las muletas. Lo acosté en el suelo con la ternura que le profesa un nieto a su abuelo. Desanudé los lazos de la bata para dejar la pista falsa de un crimen pasional y respiré hondamente antes de alzar la cuchara como si tuviera un mazo entre mis dedos. Lo miré por última vez y ya no me detuve. Hundí la cuchara en su frente. Una vez bastó para que Augusto dejara de existir.
Quinta tribulación: condenarse a escuchar el cráneo roto de Augusto.
Es horrible un descalabro. El encuentro entre cuchara y frente suena como la explosión de un huevo en el sartén. La manifestación de ese sonido, la persistencia de su eco y la trivialidad con que lo escucho todas las mañanas en el desayuno, es lo que aún me da escalofríos.
Y el escalofrío que provoca un muerto es la sexta y más cruel tribulación.
Yobaín Vázquez Bailón (Mérida, 1990). Antropólogo social. Cuentero. Ganador del Premio Estatal de Cuento Corto El Espíritu de la Letra 2014 y del Premio de Cuento Joven FILEY 2015. Colaborador en la revista digital Memorias de Nómada. Publicado en la revista Marabunta.