(Tepalcatepec, Michoacán, 1982). Es Licenciado en Letras Hispánicas, Maestro en Historia de México por la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo y aspirante a doctor en Literatura Hispanoamericana. Ha publicado los libros: Los días con el otro (Secretaría de Cultura de Michoacán, 2011), ¿Tiene usted la Biblia en casa? (SECUM, 2015), y Una tumba para el Santa Elizabeth (Instituto Veracruzano de Cultura, 2019). Ha sido ganador del Premio Michoacán de Poesía “Carlos Eduardo Turón” y del Premio Michoacán de Narrativa “Xavier Vargas Pardo”. Su obra se ha publicado en las antologías Turbulencias dosmilonce (Ficticia, 2012), El viaje y sus rituales (SECUM, 2016), Territorio ficción. Antología de cuento joven (SEP, 2017), San Diego Poetry Annual 2017-18 (San Diego Entertaiment+Arts, 2018) y en diversos medios nacionales y del extranjero.
Una tumba para el Santa Elizabeth
Viernes 25 de mayo
He leído en diversas memorias de capitanes de barcos negreros del siglo XVII las más extensas explicaciones sobre la maldad intrínseca de los negros. No solo una malevolencia moral por ser descendientes de una raza de idólatras, sino una insuficiencia del alma y del entendimiento que los condiciona naturalmente al ejercicio de los trabajos forzados. Desde sus perspectivas es vano intentar enseñarles a estos seres artes que vayan más allá del oficio del campo, de las minas o de aquellas otras actividades en donde reine la fuerza sobre la razón. Los más doctos señalan que quizá puedan emplearse para el trabajo doméstico. Hay, en cambio, apuntes de algunos otros capitanes que ven en el negro no una raza, sino todo un hombre en sí mismo, como si cada cuerpo de estos esclavos, varones, mujeres o niños, fueran tan solo una pieza más de una gran negritud. Quizá por esto sean llamados con un nombre común para todos y a cada uno de ellos, sin distinción, pues no puede haberla. ¿Cómo serían esas embarcaciones que partían del África con cientos y cientos de esclavos negros? ¿Reconoció algún marino la diferencia entre uno y otro porque venían de países, de paisajes o de aldeas diferentes? Aquí no pasa algo muy distinto. Los sujetos de esta expedición, llegados de sitios tan lejanos y ambiguos, no tienen otra opción que encontrarse similares en aras de que la soledad y la distancia no los vuelvan locos. Inventan un lenguaje que los haga homogéneos, se imaginan un destino en común y a veces hasta mismos anhelos. No son muy distintos a los esclavos de otras épocas, al fin y al cabo un navío es una cárcel ambulante de la misma manera en que el planeta, navegante en una noche solitaria, guarda dentro de sí una penitenciaría de almas.
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Domingo 15 de julio
En la junta de notables que he establecido tras la cena y a la que acuden los miembros más destacados de la tripulación se han desarrollado discusiones interesantísimas sobre los más diversos temas. El médico de abordo, el sacerdote que nos acompaña, nuestro astrólogo, uno de nuestros vigías, algunos otros oficiales distinguidos por su gallardía y los innumerables aventureros que han vivido en altamar o en tierra se entregan a acaloradas discusiones que, por lo regular, arrojan más preguntas que respuestas. Pero conforme pasa el tiempo he llegado a notar con auténtico regocijo que muchos de estos sujetos, en aras de defender su verdad, inventan extravagantes argumentos y hasta las más bizarras historias (seguramente mezcla de experiencias reales con imaginadas aventuras) con las que pretenden dar ejemplo de sus postulados. Como todos somos personas de buen entendimiento comprendemos que aquello que se nos narra es en esencia invención y aplaudimos o reprobamos la magnificencia de la trama o de la lengua, o la pobreza de ambas. De esta forma nuestras noches han sido menos ociosas y nuestras preguntas, siendo las mismas al no tener respuestas, se nos presentan ahora más grandes, nobles y embellecidas, que es otra manera de encontrarles respuestas.
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Martes 24 de julio
Quienes integran mi nave son de la más variada naturaleza. Sus costumbres no solo me son ajenas, sino que a veces me resultan inverosímiles o simplemente extrañas. En la medida en que no le hagan mal a nadie, yo dejo que la tripulación se entretenga con sus supersticiones, supercherías y demás pensamientos o acciones que les aligeren en algo el cansancio que provoca una travesía como la nuestra. Pero no hace mucho tiempo pude observar a un singular marinero que a ciertas horas de la tarde y cuidándose de no ser visto por nadie, se entregaba a un soliloquio que en un principio creí rezo o petición al Mar o a Dios. Su actitud y su constancia me intrigaban, así que me di a la tarea de observarlo más de cerca con la ayuda de un catalejo. Como antaño fui militar de la corte y aprendí para procurar mi bien y el de mi Patria a leer los labios, pude darme cuenta que aquel sujeto realizaba su soliloquio en la lengua que vio a bien darme Dios y que lo que recitaba no era rezo ni maldición; más bien hacía ambas cosas a la vez, pues recitaba versos que yo no había escuchado en otros momentos. Supuse que aquel sujeto improvisaba, pues no llevaba nada escrito y a veces se pausaba como quien piensa en lo siguiente que va a decir. Para algunos tener un poeta a bordo resulta de mal agüero, quizá por eso este haya decidido ocultarse. O a lo mejor es tímido y discreto y quiere la más absoluta privacidad para emprender su vicio. El espectáculo que representa es extraordinario, pero me entristece. A veces logro sacar algo en claro de lo que dice, pero en otras ocasiones solo me entretengo con imaginar lo que pudiera decir.