Reseñas,

Voces del Nuevo Mundo en la poesía de Jaime García Terrés, por Manuel de J. Jiménez

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Foto: Manuel de J. Jiménez .

Recientemente se conmemoró el quinto centenario de la caída de Tenochtitlan. La actitud revisionista y la polémica no se hizo esperar. El gobierno montó en el Zócalo una réplica del Templo Mayor y los edificios se llenaron de luces. También se decidió no hablar más de “conquista”, sino de “resistencia indígena”. El cambio oficial de perspectiva da cuenta de un proceso cultural para visibilizar el enfoque de los pueblos originarios. Como es sabido, la Conquista no ocurrió de modo homogéneo en el territorio novohispano y, la caída del centro político del imperio, no significó la rendición de las causas indígenas. Para ello, hay que revisar la Guerra del Mixtón, la figura rebelde de Francisco Tenamaztle y la Guerra Chichimeca, solo en el siglo XVI. La polémica continúa al momento en que se escribe este ensayo, pues la propuesta de escultura que la Jefa de Gobierno ha decidido colocar en sustitución de la estatua de Colón en Paseo de la Reforma, ha sido criticada en las redes sociales.

Otra posibilidad para acercarse a estos tiempos cruciales es a través de la poesía. No me refiero a los poetas petrarquistas del Siglo de Oro que escribieron en esta época tanto en Europa como América sobre los acontecimientos bélicos, políticos y culturales. Me interesa ver un caso de visitación por un poeta mexicano, es decir, la óptica de quien sabe, para bien o mal, en qué se trasformó todo aquello.

Jaime García Terrés (1924-1996) ofrece al lector varias secuencias poéticas que recrean las voces de algunos personajes anónimos y memorables. Un periodo de su poética da cuenta de la preocupación por las subjetividades contrahechas del Nuevo Mundo. En sus libros Todo lo demás por decir (Joaquín Mortiz, 1971) y Honores a Francisco de Terrazas (Taller Martín Pescador, 1979) se escuchan las problemáticas de estas voces y, hasta cierto punto, se lee cómo se empalman las palabras del hombre contemporáneo en esos discursos.

Todo lo demás por decir es, para muchos de sus lectores como Rafael Vargas y Ramón Xirau, un libro clásico e inusual en la poesía mexicana y representa quizás el poemario más versátil del autor. El cierre del texto es el poema filosófico en prosa “Carne de Dios”. Antes de este, aparece una serie titulada “Donde solía ser laguna” que recupera la memoria lacustre de la ciudad y que abre con un elocuente epígrafe de la Brevísima relación de la destrucción de las Indias, prefigurando así un puente común entre las composiciones. Allí se leen los poemas “En el principio”, dedicado a Garibay y León Portilla; “Laude” de los señores de la Nueva España; las peligrosas declaraciones de un cristiano viejo en “Ocios del conquistador anónimo”; y el balance de la figura de Sahagún en “Leyenda sobre un sepulcro vacío”.

“En el principio” es un poema singular por el desdoblamiento que ejecuta García Terrés para imaginar una voz de comienzos de la Colonia. Es un testimonio ficticio del inicio de la poesía novohispana y el génesis poemático que llega hasta nosotros. El personaje es un poeta novísimo que, desde los primeros versos, se pregunta en torno a qué tradición poética usará en sus rimas: “Oro se roe,/ jade se quiebra./ ¿Con cuáles brillos formaré mi canto?”. El poeta, que el lector intuye como hombre culto heredero de la nobleza indígena, busca la novedad de otro estilo que muestre las particularidades de estas tierras, más allá de la poesía bucólica latina. En muchos sentidos, como sucede con otros poemas de García Terrés sobre esta misma temática, la intención es fantasear el origen remoto de nuestra tradición poética.

En el poema, el personaje escribe un poema para sus “viejos profesores del Calmécac”. Es además un poeta instruido y atento, pues cultiva el dolce stil novo introducido al castellano por Garcilaso y Boscán. ¿Acaso escuchamos a un poeta nahuablante, descendiente de la nobleza mexica, ensayando una poesía indiana en el Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco? El sujeto en cuestión regala unos versos preliminares, dedicados a esos “«Caros tlamatinime»”. Sin embargo, la idea sagrada de flor y canto es trastocada en sus fines y se convierte en un tópico insospechado: “¿Y nuestra flor es hembra?/ Responderé mejor:/ Es flor./ Es la flor del eterno femenino/ que lleva su cantar en las entrañas”.

Foto: archivo Internet.

Por su parte, “Ocios del conquistador anónimo” es un poema que queda en la memoria por su vacilante personaje. Aquí un conquistador cuenta al lector, emulando en muchos sentidos un testimonio ante el Santo Oficio, su interés y afición por las crónicas indígenas entendidas como “robustos novelones”. El conquistador celebra implícitamente el politeísmo indígena, pues propicia una suerte de mitología similar a la griega. Sin embargo, inmediatamente después de este encomio, cita su deber: “Yo soy cristiano viejo,/ y pues lo manda Dios Nuestro Señor/ y nuestro gran emperador lo manda,/ que derriben los ídolos, que son/ ardides del demonio.” Aunque se pueden fomentar “consejas ímprobas”, persiste el elogio a la narratio nativa. “Estos granujas/ de indios danzadores y paganos/ descuellan como pocos en el arte/ de contar y fingir una buena leyenda”.

No se piense que el conquistador del poema es de fáciles elogios o que se impresiona con cualquier cuento; presume ser hombre de mundo y haber explorado el orbe conocido hasta ese entonces. Por eso, hay que valorar cuando afirma que los indios del Anáhuac emplean una retórica que produce mil maravillas. Al final del poema, reitera el poder de las palabras y cómo estas son más valiosas que los bienes materiales: “que las turquesas y la luz del oro/ no valen el fulgor de las palabras/ vertidas en relatos prodigiosos,/ los cuales hablan bien del corazón/ y en él tienen origen”.

Aunque persuadido por esa retórica indígena e inclusive seducido por esta, él sabe del peligro del Santo Oficio. Dice, casi en un diálogo en fuga con un lector confidente, “¡Chitón! Esto lo digo para nosotros dos./ Inquisición habría para rato/ de saberse mis laxas veleidades”. Se pregunta después genuinamente “¿Hereje yo?”. En su respuesta se reafirma “cristiano viejo, persignado”, pero también pecador. Confiesa lo siguiente: “me adornan los pecados capitales/ del típico señor conquistador./ Me seducen las joyas, los objetos de oro/ (de 14 quilates para arriba);/ he tomado tres jóvenes morenas/ por sucesivas cónyuges:/ eso sí, bautizadas;/ nadie se acuesta con mujeres réprobas”. La pregunta de fondo para ese pecador y piadoso conquistador es la siguiente: “¿Es delito gozar con las mitologías?”. Esto se puede contestar desde el derecho canónico. Si el conquistador solo gozaba y se deleitaba con las narraciones, no había delito que perseguir. Si cruzaba la línea y empezaba a creer en los dioses indígenas, contrariaba el dogma y el delito se consumaba.  

Después de mostrar estos personajes anónimos con subjetividades discordantes, García Terrés entrega un poema de un personaje ilustre dentro de nuestra historiografía: fray Bernardino de Sahagún. Para ello, se coloca hipotéticamente ante el sepulcro desocupado del franciscano en el poema “Leyenda sobre un sepulcro vacío”. Letrado de Salamanca y profesor de San Francisco, este religioso nos regaló “el tapiz monumental de la cultura derrotada”. En efecto, la Historia general de las cosas de la Nueva España y el Códice Florentino son fundamentales para la antropología y la etnografía. No obstante, a contra mano, el fraile “Fustigó con latines iracundos” y admitió como justa “la destrucción material del escenario”.

Una estrofa para subrayar en el poema es cuando se observa la aversión de Quetzalcóatl que tuvo el religioso. Esta divinidad no sólo es corruptible para el franciscano, “sino también mendaz, maldito, sirviente de Luzbel”. Ante esto, el poeta García Terrés corrige la página y dice sobre todo aquello que es este dios y hombre en clave del pensamiento de los antiguos mexicanos: “Quetzalcóalt,/ recto señor de Tula, predicador opuesto a la hierática/ sangría, voz amiga, proteica cifra terrestre que flechaba/ los suelos y los cielos, ora grave reptil,/ ora flor, mariposa, pájaro solar o dios en fuga,/ cuya virtud no merecía tan avieso repudio”.

Años después de la aparición de Todo lo demás por decir, Jaime García Terrés publicó Honores a Francisco de Terrazas, un poema de largo aliento, dividido en cuatro partes y un envío, que celebra y cuestiona la página en blanco que supuso el territorio americano para el europeo y la posibilidad de que se desplegara un arte poética singular en la figura de quien es considerado el primer poeta novohispano: Francisco de Terrazas (ca. 1520-1580). Este poeta es celebrado por Cervantes por sus ejemplares sonetos en La Galatea y dejó inconcluso un poema épico titulado Nuevo Mundo y Conquista. Recientemente, el investigador Ángel José Fernández publicó su poesía lírica en la Nueva Revista de Filología Hispánica, haciendo un trabajo interesante de cotejo de fuentes e integrando un soneto desconocido al pequeño corpus del poeta renacentista. Al día de hoy, sigue siendo un personaje enigmático.

El proceso de escritura de Honores a Francisco de Terrazas debió significar varios años para García Terrés, pues se sabe que una versión de la segunda parte del poema fue leída el 9 de octubre de 1977 en el Palacio de Minería, compilada después en la plaqueta colectiva Reunión de Material de Lectura de la UNAM. El poema también se volvió a publicar en el libro Corre la voz (Joaquín Mortiz, 1980). Sobre el poema, Álvaro Mutis afirma que es una muestra talentosa “para aunar, dentro de un marco de impecable rigor formal, una visión desencantada de la realidad con un cierto heroísmo a rebours, no exento de un tono lírico que nos deja entre soñadores y desesperanzados”. Sin duda, por el desarrollo del tema y su técnica, es un poema que merece más atención dentro de la poesía mexicana.

Foto: Rogelio Cuéllar.

El primer verso del poema toma el asunto de la fortuna como punto de partida para las ricas o pobres empresas: “Uno alburea la suerte, otro la apaña”. Las ciudades que se fueron construyendo en ese territorio virginal que simbolizó el Nuevo Mundo, se han convertido poco a poco en lugares de crímenes y pecados, “latrocinios y culpas oprobias”. En el caso de la muy noble y leal Ciudad de México, “la ciudad es un botín radiante/ comprometido en golpes de la fortuna”. Bajo las injusticias vueltas cotidianas, se invoca el pasaje bíblico del Génesis donde Jacobo lucha contra el ángel. Todo esto ha sido “Por el índice fetal del numen/ que desvela ciudades obsesivas;/ por el sacro monarca y los espíritus/ empecinados en la lucha/ contra Satán,/ por los trescientos hijos/ de los conquistadores, cuyo reino/ creció muy diferente del soñado”.

¿Esto ha valido la pena? ¿Qué sucedió con la utopía de los franciscanos y dominicos en estos pueblos que no tienen más pecado que el original? ¿Qué quedó de ese reino soñado?, podrían ser preguntas que se formula el poeta implícitamente. Para la segunda parte del poema, duelen las fracturas de los palacios reales. Como lo ha señalado Enrique Dussel, hay una crisis desde la Modernidad temprana. El poema dice: “llegamos a vivir/ en la precaria confusión del occidente”. Hay un desencanto generalizado entre esos hijos de los conquistadores, cuyos padres jugaron el pellejo como soldados y adelantados. Uno de esos hijos es Francisco de Terrazas, quien lleva el mismo nombre de su padre, mayordomo de Hernán Cortés, futuro Marqués del Valle de Oaxaca. Dice el poema: “Nos fueron épocas oscuras/ las del aprendizaje. Recibimos/ herencias discordantes./ Esclavitud y señorío./ Cuatro fanegas de maíz/ sembradas con fortuna,/ y después el hambre”.

También los hijos de los conquistadores están hambrientos de poder, sean estos naturales o no. Por eso, en el poema surge un tono de resentimiento y se formula en algunos versos una franca crítica a la Conquista espiritual, proceso doloroso y sincretismo forzado. “Pusiéronle nombres ajenos/ a los antiguos dioses./ Hicieron de los templos/ exangüe fundamento para la catedral”. Así como se hace una mezcla innoble, al combinar vino blanco y tinto, se perdió todo por el furor de las pasiones. “Mezclaron el deseo/ con el deseo, replegando/ las íntimas raíces, calabriando/ encima de la piel contrarias esperanzas”.

En el ser que se está engendrando, quedan diseminadas las dos vertientes del caudal sanguíneo, indígena y europea, en la figura del mestizo. Ese siglo XVI se presenta en el poema como la síntesis del alpha y el omega, desde el árbol de la vida hasta la batalla final. Los sujetos nacen a contratiempos: “¡Árbol de vida, nuevo mundo!/ Vinimos a nacer en esta empresa/ como soplo de viento,/ cuando ya la batalla/ de luz y contraluz finalizaba”.

En la tercera parte del poema, García Terrés continúa con el tema del mestizaje, donde se verifica la narración racial del Estado posrevolucionario que enaltece el mestizaje de español e indígena y olvida la presencia de las otras razas y migraciones. Sin embargo, en un momento parece que habla el criollo, el mestizo, el mulato y todas las castas. Hay amargura y desesperanza. Esa voz embrionaria, la de un proto-mexicano, se queja. “Y no comprendo. No comprendo nada,/ ni este yermo soñar el sentimiento;/ ni el cerco de los muros;/ ni la orgullosa rosa de los tiempos./ Álgida luz entró, por donde rompe/ la tempestad, al cielo consabido,/ y a las siete maneras de morir/ nos entregamos confundiendo/ pecado con virtudes,/ por el fuego que nace/ de las nieves gemelas en el valle”. Ante ello, hay que rescatar por lo menos la poesía. Por eso, García Terrés le pide a Francisco de Terrazas que vuele por encima del valle, “para decirnos otra vez el siglo de oro, la copia de milagros nunca vista”.

Sin duda hay un recuento, un inventario de los daños y naufragios. Para conocer la realidad, la clave está en lo que se cuenta de esas empresas fallidas. El poeta vuelve a colocar el problema de las injusticias: “Despejemos la ley; restituyamos/ a cada cual lo suyo, que después/ nos iremos (…)”. Ya en la cuarta parte, el tema se convierte en una preocupación literaria. Hay en el manejo de la literatura clásica, el arte de la rima y el cumplimiento de la figura retórica, nuevos retos en la poesía de aquellos que nacieron, nacen y nacerán en tierras novohispanas y mexicanas. Para recobrar la memoria, hay que saber pedirles verdades a los movimientos históricos: “¡Oh, Sephirot! Tu lápiz anacrónico”.

El remate o el envío de Honores a Francisco de Terrazas resume bien el sentido y motivo de la composición. “El Nuevo Mundo, desde sus orígenes,/ fue jardín destripado;/ pero nunca/ cesó de florecer. Entreverados/ nacieron otros árboles, plantajes,/ herbolarios. Un día/ hubo de revelarse la voz interrumpida/ y estalló sin rodeos”. ¿Acaso ese estallido es la rebelión de los pueblos que lleva aparejada una nueva poesía en su manera de hablar? Por esta razón, hay que saber reconocer y reconocernos en los espejos. De esta manera, como sugiere postreramente el poeta, en el “(…) lenguaje de los tuyos,/ diré nuestros/ ahora/ cantaremos juntos”. Sigamos ese canto colectivo: el habla nuestra que saliva nuevas formas para decir lo ya dicho.

Coyoacán, 13 de septiembre de 2021.


(Ciudad de México, 1986). Poeta, ensayista y académico universitario. Sus últimos libros de poesía son Savant (Sol Negro, 2019) y la edición chilena de su libro Interpretación celeste (Litost, 2019).

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