Narrativa,

Ella nunca llora

Marcelino_C
Foto: Marcelino Champo.

Mi madre es la persona con la que he tenido las mayores discrepancias. Ambos nos movemos en mundos distintos, a pesar de eso hemos aprendido a no juzgarnos tanto, la expectativa ya no nos mata ni nos envenena, por el contrario creemos, y damos por hecho, que estar aquí es un pretexto para acompañarnos y vernos tal y cual somos. No hay carta debajo de la manga, ni plan emergente, soy la prolongación de su sombra.

He visto llorar a mamá pocas veces, la mayoría por razones donde el dinero juega un papel siniestro. En esos momentos de crisis suele verse más atractiva, quién sabe cómo lo hace pero le propina ciertas jugadas al infortunio. En esas etapas obscuras se arregla el cabello, se pone ropa bonita, se pinta los labios: la elegancia es su mejor camuflaje.

Un día en la vida de mi madre involucra toda una lista de menesteres que van desde pequeños detalles domésticos hasta una extenuante rutina de gimnasio. El itinerario puede extenderse hasta la noche, después de eso solo existen ella y sus perros.

Los gustos del abuelo le inculcaron la atracción por el futbol, en especial por la selección alemana, detalle que a veces me intriga y siempre me sorprende. Por lo tanto no resulta extraño el hecho de que ella haya bautizado a dichos perros bajo ese signo germano. Völler y Reuter, nombres que evocarían aquel mundial de Italia 90, fueron designados a dos canes de corta estatura y muy mal carácter.

Los alemanes tienen una particularidad en su esquema de juego: solo saben ver hacía adelante, no tienen tiempo para especulaciones. Mi madre, por supuesto, no es alemana, pero algo de esa inclinación futbolística se cuela en los hábitos, eso se refleja en su voluntad y disciplina. Todas las mañanas, como en un ritual, realiza abdominales y ejercicios aeróbicos que se complementan con varias series de levantamiento de pesas. Yo no heredé esa disciplina, ni mucho menos el gusto por hacer deporte, cambié los entrenamientos por los libros y la competición por la soledad; ella, difícilmente, lo ha sabido entender. El único consejo que recuerdo de mi madre ha sido una simple palabra: levántate, y fue enunciada mientras arrastraba mi pierna después de un accidente con la bicicleta. En ese momento la odié, pero después me di cuenta que fue uno de los más grandes regalos que ella me pudo dar: levántate y hazlo sin quejas.

La tarde del 27 de julio recibí la noticia de que uno de sus perros había muerto. Diecisiete años pueden decirse de una manera tan fácil, una cifra que se escapa de los labios sin el menor obstáculo, pero fueron diecisiete años en los que un perro ejerció de cómplice y confidente. “Lo tuvimos que dormir”, fueron las palabras de ella mientras hablábamos por teléfono. Durante el resto de ese día, y los dos siguientes, mi madre no se levantó de la cama, sus ojos lucían un color rojizo y su cuerpo estaba exhausto. Era como ver una amazona herida. En ese momento extrañé la mirada seria y penetrante, el dinamismo a prueba de bombas, la leve sonrisa después de demoler la opinión contraria; a cambio de eso, frente a mí, estaba el dolor habitando un espacio.

Licenciado en Lengua y Literatura Hispanoamericanas por la UNACH. Es autor de los libros: "Cuentos para matar corderos" (2014); "Héroes y leyendas" (2015); "El jardín de Goebbels" (2016), publicados por la editorial Public Pervert; y "Bajo los pies de Judas" (Editorial Tifón, 2018). Ha colaborado en revistas como Punto de Partida de la UNAM y Paso de Gato.

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