La madreada
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A Fernando Trejo y René Morales
¿No te pasa que recordás los consejos de tu abuela de repente, cuando más lo necesitás?
Pasan eventos paranormales en tu casa: tu habitación se enfría como estar en el Ártico, las sillas bailan en la sala, las luces cobran colores de discoteca, están cogiendo en el techo, una tormenta despeina el jardín.
No te considerás una creyencera, una vieja que le enciende velas a cualquier santo, a Buda, a Mahoma o a Bob Marley, pero, para qué mentir, ¡Andás con el culo cerrado! Sola y asustada. Sin trabajo y sin dinero. Las provisiones de la refri se acaban. Los amigos desaparecen. Que la pandemia, desde luego, pero sabés que se les cierra del miedo.
—Conocen el historial de mi familia—.
Acostada en cama, olés un aroma a tabaco venir desde la sala. Percibís el ruido de alguien aclarándose la garganta. Todo está a oscuras. Vencés la parálisis inicial y corrés a ver. Te encontrás una presencia que se fuma tus cigarros en el sillón. No se percata de que estás allí. Ves la llama del cigarro bajar hasta el cenicero, sacudir las cenizas, subir de nuevo, jalar y vislumbrar las brasas ardiendo en la punta del cigarro. La presencia le pega unos toques enérgicos. Un segundo que se te hace eterno, como si le subieran el volumen hasta reventarte el alma.
La has visto en sueños, pero no recordás quién es. Reconocés la forma de lanzar las bocanadas, los círculos de humo en el aire, como se vuelven niebla. No asociarás ningún nombre, ningún rostro, solo sentirás que ella ya lo ha hecho muchas veces, que ha regresado.
—¡Ya no aguanto!—.
Querés buscar ayuda, pero ya no te declarás católica como tu abuela ni creés en exorcismos hechos con la Biblia. Tu abuela no hubiera estado contenta. Para cualquier labor se encomendaba a la Virgen y a la Santísima Trinidad. Espantaba las presencias malignas con sus rezos, pero también con sus palabras como detonantes. Era muy fuerte, tenía una voluntad de acero. La mayor parte del tiempo podía vivir tranquila, sin el azote de los fantasmas del pasado, concentrada en coser y en bajar aguacates.
Querías ser así de fuerte como tu abuela…
Pero por pensar en la devoción de tu abuela, tampoco querés mentirte de raíz: te atrae el lado esotérico, el lado pagano, el lado del libre albedrío, el lado de la magia. Todo eso que era el peor de los pecados para tu abuela, es la forma relajada para librarte del mal.
Sumergida en la penumbra, buscás en Internet. Te decidís por recurrir a una médium. Su publicidad salta como una ventana emergente del más allá. Se hace llamar Mme. Manguera. Propietaria de una gran fábrica de jabones mágicos. Se puede hacer pedidos en línea. A veces invitan a la Mme. Manguera a canales de Youtube para hablar sobre energías y perfumes. Sus manos están adornadas con anillos. No hay ningún número telefónico ni dirección específica de su negocio. Solo recomiendan buscar sus puestos de jabón en el mercado central de cualquier pueblo.
Con todo el recelo del mundo, te encaminás al mercado de la ciudad. Ves puras mascarillas en la calle. El sol se estampa sobre tu ropa de metalera réproba. Atravesás varios pasillos, encandilada y desorientada, hasta que lográs encontrar, en una esquina perdida, el puesto de Mme. Manguera, surtido de jabones con los más disparatados propósitos, además de velas y amarres, de santos y de calaveras.
La señora del puesto tiene el pelo cano como un zorro plateado. Escucha tu historia con atención. Te tranquiliza diciendo que la Madame va a encontrar el problema y a neutralizarlo.
—¡Nunca falla, va a ver!
—Gracias, pero sabe, soy escéptica…
—Confíe, conozco su apellido, conozco la situación de su familia.
—¡Pero si no le he dicho quién soy todavía!
—Se le lee en la cara —Y la señora te mete unos jabones que se ven caros en una canasta.
—¿Cómo trabaja la Manguera?
—Su método puede parecer un tanto excéntrico, pero usted tranquila, es una experta —y mete unas ramas de romero, azahares, manzanilla, tomillo y otros hierbajos en la canasta.
Le seguís preguntando, y con cada pregunta que evade, te carga algún aceite, algún santo. Al final, te das cuenta de que te ha armado el kit necesario para la noche de la visita. Al acercarle tu tarjeta de crédito, no podés más que la mirarla incrédula:
—No le he dado mi dirección, ¿cómo va a llegar?
—Usted tranquila, señora, ¡ella sabe dónde es! —Y te acerca el comprobante para que lo firmés.
No han pasado tantas noches, pero has perdido la cuenta de las telarañas que se han acumulado. La oscuridad de la luna nueva sobreviene como un largo eclipse. La media noche es un sueño que se traga tu casa. Entonces tocan tres veces a la puerta y hay un silencio. Luego tocan dos resonantes veces más. Luego una sola vez, que hace crujir la casa. Cuando te acercás a la entrada, observás a Mme. Manguera entrar por la cerradura como humo que se materializa.
A pesar de la penumbra, notás el aura de su vestido extravagante, los anillos enormes en sus dedos largos. La mirás caminar apresurada, como si no hubiera tiempo de saludar propiamente.
—¡No me gusta este lugar! —exclama y con un gesto te demanda la canasta. Enciende inciensos, salpica aceites, bate ramos de hierbas al aire, pronuncia palabras que no entendés. Te pide que escojás cartas de un mazo, pero no te las muestra. Sentís como si flotaras, pero tus pies todavía se aferran al piso.
Te toma de las manos y comienza a girar y a lanzar preguntas. Es como un torbellino revisando rincones y muebles. De pronto, una fuerza incontenible empuja a Mme. Manguera a correr en dirección a la habitación. Mete la mano en un gabinete desordenado y saca un calzón antiguo y oscuro hecho un puño. Adentro hay imágenes, piedras, pelos, huesos. Mme. Manguera sentencia que es un mal de ojo, un hechizo que alguien cercano en algún momento guardó allí. Lo quema en un basurero de metal mientras le reza a la Virgen de sus jabones. Aunque solo viste aquel calzón por unos pocos minutos, notaste que no era de tu propiedad. Unas iniciales bordadas en blanco te hicieron reconocer quién fue la dueña.
Mme. Manguera te interroga con la mirada.
—Fue una vieja amiga —confesás con sonrisa nerviosa—. Desapareció antes del confinamiento. Un poco alocada… No le guardo rencor.
—Pero ella sí que le guardó un cariñito en la casa— responde Mme. Manguera mientras señala las cenizas en el cubo.
—Nunca supo controlar sus instintos ni ocultar la envidia– una angustia como de papel que arde te comienza a quemar la garganta— no respetaba mis logros ni a mis amigos ni a mis novios… y cuando se lo hice ver, se volvió loca, me echó en cara que era una buena persona, por eso la preferían a ella…
—Tan buena como para estropearle el amor por generaciones– repuso con picardía Mme. Manguera.
—Tampoco es que yo fui la mejor… ¡pero le aseguro que está muerta para mí!
—Tal vez no solo para usted– replicó misteriosamente Mme. Manguera—. ¿Ha vuelto a tener noticias de ella?
—La borré de mis redes sociales y le apliqué el ghosting, que llaman…
Mme. Manguera voltea los ojos sin saber qué decir ante el anglicismo milenial. Tras una breve pausa, finalmente exclama:
—¡Por hoy mis servicios han terminado! No creo que la molesten por más tiempo.
—¿En verdad no volverá a molestarme? Era una mujer necia como ella sola — comentás con más resignación que convencimiento, mientras Mme. Manguera comienza a sudar y a evaporarse. Te indica con uno de sus largos dedos el espejo en el salón, mientras te dice con una voz que se afila en tus oídos:
—En caso de que siga de necia, recuerde qué haría su abuela si estuviera en su lugar.
La respuesta no deja de sorprenderte. Te mirás en el espejo tratando de reconocer los rasgos de tu abuela, pero solo mirás a una flaquísima mujer de mediana edad que no se convence de nada. Cuando volteás, ya no hay rastros de Mme. Manguera.
Varias lunas pasan tranquilas. En las noticias, la gente ha comenzado a salir de sus casas. Los muertos siguen siendo cifras que ya no te importan. Hasta que llega el fin de semana.
Tus amigos han vuelto para visitarte. Tu sala, tan amarga hace pocos meses, es un salón de fiestas a oscuras. ¡Como espíritus proscritos se juntan de nuevo esta noche! Beben guaro y fuman como chimeneas. La música ruge en arpegios metálicos hasta el otro mundo. No paran de decir tonterías y de recordar. Hablan de tu mejor amiga, la que solía pasar las noches locas con ustedes. Era todo un personaje. Entre risas y lágrimas empiezan a circular las escenas más dramáticas, las borracheras más brutales, los perdones que quizás fueron demasiados. Tu mejor amiga, la que sabía las gavetas donde escondías los cigarros. Tu mejor amiga, la que vuelve de la cocina después de vaciar la lacena. Tu mejor amiga, que retorna del baño con gesto complacido, después de que tu compañero de turno…
¡Cuántos secretos tuviste que guardar! ¡Cuántas palabras quedaron atoradas en tu garganta!
Como una presencia que de tanto nombrarse va cobrando forma, tu mejor amiga viene caminando por el pasillo, justo ahora, no hay duda. Te le quedás mirando espantada. Camina como si desfilara por una pasarela de pesadillas, asfixia la sala con su gran escote negro. Nadie más parece reparar en que ha entrado en escena. Tus amigos, como espíritus chocarreros, solo ríen y celebran entre las sombras.
La seguís con la mirada, sin chistar, imbuida entre el terror y la indignación, hasta que se sienta como si nada en el sillón y abre escandalosamente una lata de Pilsen. Las gotas de la cerveza relumbran como chispazos. Se percata de cómo le clavas la mirada y se te queda viendo con ojos de parca.
Observás que lleva su mano al bolsillo, saca una caja blanca, ¡son tus cigarros! Toma uno y se lo lleva, desafiante, a la boca. Justo cuando está por encenderlo, recordás que tu abuela solía decir, como uno de sus consejos sagrados e infalibles, que, si te encontrabas algún día un fantasma molestando en la casa, debías insultarlo sin clemencia y echarlo sin consideraciones, con voz firme y segura, sin asomo de dudas, sin darle chance de replicar, en nombre de Cristo y de todos los Santos. La presencia de tu abuela… ¡cuánta falta le hace a esta casa! A ella sí que no le temblaba la voz.
Impulsada por el recuerdo, te levantás de un salto, con una fuerza que solo reconocés como tu abuela absorbiendo tus nervios, tus funciones, tu voz que no mata ni a una mosca, ahora potente y decidida:
—¡Te me vas, pero ya, vividora! ¡Roba novios! ¡Clava puñales por la espalda! ¡Te di la mano y me tomaste el codo! Te abrí mi casa y entraste como si vinieras a embargar mis pertenencias. ¡Nunca tuve la hijueputa culpa de tu baja autoestima y de tu ansiedad! ¡De tus fracasos y tu poca iniciativa! ¡Solo viniste a joderme con tu labia! ¡Yo, que te conté mis sueños, tuve que enterarme que estabas enferma por puros chismes! ¡Ojalá el virus te haya matado! Todavía tenés el descaro de seguir fumándote mis cigarros y de esconder maleficios en mi casa. ¡En nombre de lo más sagrado, jala de aquí! ¡Tu presencia ya no es bienvenida!
Se hace un silencio profundo como si se abriera vacío en la tierra. Tus amigos dejan de hablar y de bailar entre las sombras, se quedan atónitos ante aquella explosión de palabras que electrizan la oscuridad. Los ojos de tu amiga se desorbitan como planetas golpeados por una gravedad inexplicable. Algún engranaje en su memoria espectral comienza a agitarse, se acelera, gira en el aire entre gritos estridentes. Desaparece en una implosión que libera el espacio.
Un calzón blanco cae como una pluma justo en el lugar donde tu amiga estaba.
El ritmo de tu respiración se ha incrementado como si estuvieras en una maratón. Te sentís exhausta, sudás a chorros. Tus piernas flaquean y caés rendida en una silla. Tus amigos en un principio piensan que te ha pegado fuerte el guaro o de que ya tiraste el tapón y te has vuelto loca para siempre.
Se acercan para calmarte. No saben qué hacer, no saben qué decir. Les señalás el sillón vacío. Notás la falta de sangre en sus rostros. Reconocen las iniciales en el calzón purificado. Se despiden atropelladamente, casi que traspasan las paredes en su huida. La verdad es que son asustadizos y los entendés muy bien. Por hoy ha terminado el aquelarre.
Despedís al último de tus amigos y te quedás sola en la oscuridad. Sentís una caricia familiar en el rostro, reconocés el tacto.
Es hora de dormir y la casa es un silencio en medio de un mundo convulsionado. Acostada en tu cama, con la impresión de que todo aquello fue tan solo un sueño, respirás en calmapor primera vez en mucho tiempo. Antes de cerrar los ojos, como si fuera una oración —o el estribillo de una canción de metal que te acabás de inventar—, te consolás diciendo:
—Ojalá venga la abuela y me diga que lo hice bien.
(Costa Rica, 1986). Ha publicado los poemarios Emigrar hacia la Nada, Variantes de una herida y La grieta en el espejo. Aparece en las memorias del Festival Internacional de Poesía de Quetzaltenango, Guatemala (2018), y del Encuentro Internacional de Poetas de Zamora, México (2020). Varios de sus microrrelatos aparecen en la Antología iberoamericana de microcuento (2017), compilada por Homero Carvalho. Su primer libro de cuentos, Vértigo, está pronto a ser publicado en Guatemala.
Jose Arguedas
agosto 19, 2022Excelente relato, un gran talento costarricense