Pájaro Carpintero
El carpintero toco toc:
los bosques destilan al sol
agua, resina, noche, miel,
los avellanos revistieron
galones de pompa escarlata:
aún sangran los palos quemados,
duermen los zorros de Boroa,
crecen las hojas en silencio
mientras circula, bajo la tierra,
el idioma de las raíces:
de pronto en el silencio verde
el carpintero toco toc.
Pablo Neruda
El orden de la casa
Quisiera partir refiriéndome a la noción de refugio. A una noción que remite a los lugares de protección, a esos lugares que percibimos como un hogar. A los que se construyen poco a poco en la calma de las rutinas diarias; aquellos por los que transcurre el día a día y que impregnamos de nuestra presencia habitándolos rodeados de objetos: algunos grandes, algunos diminutos, otros trasparentes, y más allá, los objetos de los que no recordamos por qué siguen ahí.
En medio de la habitualidad y las cosas domésticas definimos los ritmos que marcan nuestro vivir. Ritmos similares a las pulsaciones desde las que se construye una morada. Y así como nos ocurre a los seres humanos, cientos de mamíferos, de aves, de insectos, o de otras formas de vida, construyen hogares. Cada día a la misma hora y bajo una puntualidad absoluta el gato doméstico llega al sofá a reposar y limpiar su pelaje en medio de la calma que le ofrece el calor de su propia lengua. Cada día el colibrí aletea cerca al néctar de alguna flor en espera de que la velocidad de sus alas suspenda su cuerpo durante el tiempo suficiente para recordar que sabe volar. Así, en el transcurrir de un día tras otro, el jardinero abre la puerta de su casa para ir a cortar las flores secas que al morir darán espacio a los retoños que desfallecen si las lluvias no llegan pronto.
Los tiempos que se habitan son el refugio para vivir, entre el orden y las jerarquías damos pie y cabeza a la morada. Entonces, al empezar el día limpiamos para verificar que aún hay un lugar; en la mitad del día confirmamos que hay alguien más a nuestro lado; y, por último, en la noche recordamos que también el brillo se puede extinguir. Si no hacemos todo esto el orden se pierde y con él, la certeza de seguridad. Ordenamos, ubicamos, subimos, numeramos y ungimos para evitar que se vacíe nuestro hogar.
Hace algunos meses mi gata se extravió entre las calles del barrio, ella perdió el orden y sus hábitos quedaron fuera de espacio, entonces murió. Su tiempo ya no tenía un lugar seguro para vivir. Las moradas también se pueden perder y esto nos aterra pues sin su protección toda certeza de cobijo se desvanece. Es por ello que día a día verificamos que nuestro lugar sigue ahí, nuestros hábitos así nos lo garantizan. Entonces limpiamos, nombramos, ubicamos o narramos.

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En un inagotable ciclo de inicio y de cierre construimos un hogar. De manera similar al taladrar que hace con su cuerpo, el pájaro carpintero perfora los troncos en busca de refugio. Su pico hace eco. Su pico se sume entre la madera casi seca de lo alto de un árbol para abrir la redonda puerta que le permitirá acceder al lugar que resguardará su alimento. Pequeña ave, pequeña vida y gran constructor. Hacedor de moradas que golpetea el amanecer. De igual manera a como lo hace el pájaro carpintero, el arte construye moradas a través de resonancias de vida. Se trata de la sonoridad que va quedando al transitar en el tiempo, ecos que se convierten en ritos para el vivir y desde los cuales se presiente el mañana.
“Los rituales generan una comunidad de resonancia que es capaz de una armonía, de un ritmo común […] Sin resonancia uno se ve repelido y se queda aislado en sí mismo.”(1) , dice Byung-Chul Han para hacer referencia al carácter impersonal que envuelve la acción ritual. Y es que en la ritualidad resuena la vida en tanto se vuelve una sonoridad que nos envuelve a todos y por ello perdura como vibración que se extiende en los cuerpos. Es igual a lo que ocurre con el golpeteó que diariamente emite el pájaro que tiene el oficio de ser carpintero de alacenas. Es similar a lo que ocurre con el arte, el cual nos regresa a la acción contemplativa y al silencio que nos permite percibir la cercanía de un eco.
El arte -la armonía o las formas bellas- como acción ritual genera comunidad en tanto es una vibración. Un ritornelo que no se limita en el sí mismo, sino que se expande como susurro enredado en el viento. Silbido que protege, que conecta en silencio y que congrega a una continuidad que protege. Duración que se habita y que resuena al palpitar como señal de un cuerpo que silva en el tiempo.
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Pintar el canto
Con el afán de capturar aquello que los animales hacen con gran paciencia y que nos remite a la experiencia estética, muchos artistas han retratado tanto animales de compañía como diversos seres zoomorfos. En particular -y dentro del arte Occidental- se han retratado gestos, movimientos, sonidos o actitudes de animales silvestres o domésticos, tal es el caso de las pinturas que durante siglos se han hecho de mascotas y en específico de aves. Hace unos pocos años en el Museo del Prado se llevó a cabo un proyecto expositivo llamado Historias Naturales a cargo del artista Miguel Ángel Blanco, quien realizó una intervención artística ante la pintura de Frans Snyders titulada Concierto de aves, pintada a mediados del siglo XVII.
Dicha intervención se llamó Conservatorio para pájaros e hizo parte de un total de veintitrés más, todas ellas ejecutadas en las salas de este Museo español. El proyecto consistió en instalar aproximadamente 150 piezas procedentes del Museo Nacional de Ciencias Naturales, entre ellas había animales naturalizados, minerales, esqueletos, fósiles e insectos integrados a la intervención. La intención era la de relacionar estas piezas con veinticinco obras de la colección del Museo del Prado, entre las que se encontraban tres cuadros de Frans Snyders que representan conciertos de aves.(2)
La pintura que se observa en la figura 2 hizo parte de este proyecto. Miguel Blanco ubicó a sus pies un ave del paraíso naturalizada al tiempo que ambientó el espacio con cinco cantos o llamados, levemente audibles, de esta misma ave.

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Otra de las intervenciones a las pinturas de Snyders, en este caso la de la figura 3, consistió en la realización de un concierto en vivo con el que se pretendió dar vida sonora a la imagen retratada. Para ello se realizó una composición de audio con el canto de las 16 especies de aves que aparecen allí pintadas, las cuales serían dirigidas por la partitura que cuelgan del árbol y sobre las que se posa un mochuelo como si fuese el maestro de orquesta. El concierto buscaba generar la experiencia de estar ahí, frente a una reunión de aves, y escuchar el recital que una pequeña ave llamada gudiya inauguró con su trinar.
Posteriormente, a unos segundos del anuncio hecho por la gudiya, las notas fueron marcadas por el diálogo de varias golondrinas, las cuales callaron al escuchar a un mochuelo que se presentó en calma hasta que un trío de gorriones invadió el espacio extendiendo su canto. Entonces, una hembra bisbita los silenció para ser ella quien cantara entre algunas pausas que enmudecían por completo a la sala de concierto. Durante una de las pausas el mochuelo se coló nuevamente, ahora venía acompañado por un gorrión cantor que al sentir al arrendajo acortó su silbido hasta que todos ellos apaciguaron sus chillidos para ceder el espacio a su majestad, el ave del paraíso.
Ella, la gran ave paradisiaca que ganó su nombre en el silgo XVI cuando fue llevada a Europa en el buque Victoria de Fernando de Magallanes como representación de la belleza de las tierras halladas, en medio de su majestuosidad se mostró dócil para que el zumbido de un gorgonero, de jilgueros y una perdix europea ampliaran sus trinos hasta asaltar por completo al tímpano. Y entonces, un pico picapinos irrumpió con tal gravedad en su cloqueo que su peso se perpetuó. Solemnidad de un canto que sólo una amazona frentiazul podía detener para levantar el vuelo y percibir al cielo invadido por su piar. En aquel momento se le escuchó tres veces más hasta que un martín pescador, en compañía de un pinzón vulgar, anunció la entrada de un nuevo enmudecimiento. Afonía que sirvió como marco de lo que unos segundos después se convirtió en la gran apoteosis: ¡el canto de todas las aves a la vez!

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Tanto estas pinturas del siglo XVII como la intervención artística que se realizó ante ellas en el Museo del Prado parecían querer mostrar lo imposible. Pretendían darle sonido a una imagen muda. Imposibilidad que se materializa al percibir el peso del mutismo que gesticulan estas aves atrapadas entre pinceladas coloridas que las amarran a un cuadro. Tacto de los ojos, trinar acallado por un afán de dominio. Guerra entre seres provistos con picos y garras que descargan durante el vuelo. Hijos del viento, cantores capaces de devorar, artistas de los aires, ligeros, emplumados e inalcanzables.
En la figura 4 se observa una tercera pintura de este mismo artista barroco, la cual hace parte de las que llamó Concierto de aves. En ella se observa un gallo que se dispone junto al gran pavo real que abre su cola a un lado de la urraca que está cercana a dos gallinas y de una extraña pareja oscura que vuela por encima de un chotacabras europeo. Escena que transcurre mientras que un martín pescador alza vuelo a un costado del gran pavo real, el cual protege debajo de sí a una pareja de abubillas coronadas con su cremosa cresta. Cremosidad que enmarca a un variopinto grupo en el que una pareja de cocha perdiz vuelve la cabeza para mirar al espectador de la pintura.

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Ojos de ave que al mirarnos nos humanizan. Ojos que interrogan sobre nuestra presencia frente aquel momento en el que numerosas aves son congregadas para sobrecargar con resonancia los instantes. Tantas plumas reunidas en un mismo lugar no pueden significar otra cosa que una invasión, una batalla en la que el canturreo se convierte en un arma para ocupar el lugar. Sonidos que duelen, gemidos que extienden su duración en medio de vibraciones agudas. Oídos que aguardan el silencio para imaginar la suavidad de tanta pluma. Concertistas de floresta. Seres encrestados, realeza airosa y grácil.
Entre tanto en el árbol, a la espalda del gran guacamayo rojo pintado en este mismo cuadro, un pico menor contempla la llegada de un ejemplar dudoso, mientras por el tronco sube un chiflo real a la vez que desciende su pareja. Por la parte izquierda del tronco, un mirlo canta posado en la misma ramilla que una pareja de golondrinas y un extraño ser de cuello doblado. De una ramita inferior cuelga un carbonero común que observa la aproximación en vuelo de una amazona frentiazul y un pequeño jilguero. En la base del tronco, un pavo común, una pareja de avetoros, uno de ellos con extraño copete, otra de garzas reales y un cisne. Entre los avetoros lanza su sonoro canto un arrendajo, mientras que el que se mueve a los pies de las garzas es un ánade silbón.(3)
Todas estas aves retratadas se encuentran girando en torno a un trozo de papel enredado en una rama al lado derecho, cerca al guacamayo rojo el papel insinúa un mensaje ilegible. Con letras escritas entre trazos se anuncia la presencia humana como acto racional del que las aves prescinden. Es una escritura terca y sin vuelo. Texto ignorado que el tiempo suspendió para siempre.
Entre tanto resuena un eco, percusión emitida por el pájaro carpintero que tamborilea en los troncos viejos ahuecando corrientes de aire. Morada abandonada en un bosque que día a día silva entre pájaros, hojas y nubes enormes…
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.(1) Byung-Chul Han, La desaparición de los rituales, Madrid: Herder, 2020.
(2) Según aparece referido en el Museo del Prado, el tema del Concierto de aves es anterior a la costumbre cortesana barroca de poseer jaulas de pájaros para el deleite. Se explica que tiene su origen en la Edad Media, y en pintura tiene antecedentes que preceden al pintor, con las representaciones de Eolo con las aves que se multiplicaron en los últimos años del XVI. Se utilizaban como decoración para sobreventanas, sobrepuertas o antechimeneas por la aristocracia y burguesía de las zonas septentrionales europeas, importándose más tarde a España. Su significado simbólico se vincula con la representación de aves franciscana, relativa a la devoción mariana a Nuestra Señora de los Pájaros, originaria del siglo XIII.
(3)Cfr., Museo del Prado, 2010, pp. 175-176; Colomer, José Luis: ARTE Y DIPLOMACIA de la Monarquía Hispánica en el siglo XVII, Ed. Fernando Villaverde, Madrid, 2003. pp. 281-285.
Claudia Adelaida Gil Corredor. Es Doctora en Historia del Arte. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores Nivel 1 e investigadora en áreas relacionadas con las prácticas artísticas ancestrales de los pueblos originarios de México. Profesora investigadora de Tiempo Completo en la Facultad de Artes de la Universidad de Ceincias y Artes de Chiapas, Magíster en Educación, especialista en Educación Personalizada y licenciada en Artes Plásticas.