Poesía,

Poemas del libro Tropicarnaval, de Geovani de la Rosa Peña

GRDP

(Pinotepa Nacional, Oaxaca; 1986). Afroaxaqueño de nacimiento y afroacapulqueño por elección. Escritor y periodista. Costeño de cabello rizado, su escritura insiste en lo simple que es perder la guerra, pero tener batallas todavía. Escribe más de lo que habla, ve sueños que nadie recuerda y a veces parece que no comprende nada. Alguna vez mereció ciertos premios y becas.


Un poco de ron para el viejo Emil Cioran

Era un anciano que curaba la tristeza con presentimientos.
La primera vez que me fui de copas con él,
me robó la tarjeta de crédito y me abofeteó
por rehusarme a leerle en voz alta un poema de Saint-John Perse.
Bebimos ron hasta perder la noción de la salida del sol.
La noche ardía como un huracán muriendo de amor por el mar.

Antes de la aparición del viejo Emil Cioran,
yo era un náufrago que escribía desde una isla sin palmeras.
Hoy en día, el anciano pregona que Acapulco es un sol a punto de apagarse.
El viejo Emil enseña el alfabeto a mantarrayas huérfanas cada mañana de domingo. Después toma una siesta en la entrada del primer banco con el que tropieza.
Mientras duerme, pesca golondrinas en los cables del Zócalo
y despierta justo cuando llena la canasta.
Pero,
debido a que su cerebro es de fabricación antigua,
ya no puede recordar lo que sueña.
Me aconseja que, para que no me suceda lo mismo,
deje de escribir sobre el sentido trágico de la vida cuando cumpla 50 años.

¿Cómo me volví en colaborador del viejo Emil?
Este anciano llamó mi atención cuando lo vi disparándole balas de arena a gaviotas
y, antes de que el calor se lo llevara a la cárcel por alterar el eje rotatorio de la Tierra,
yo, mantarraya huérfana vestida de domingo,
lo acompañé a su cantina favorita.
Minutos antes de conocerlo, yo sólo quería ser un hombre gruñón
que olvidaba puestas de sol entre copa y copa.
Pero el viejo Emil me incrustó poemas jamás leídos
como si fueran recuerdos para que yo los escribiera sobre la arena.
Después de extraviarme por un par de horas en los versículos de Saint-John Perse,
nos fuimos a beber ron frente a la bahía
hasta que el viejo Emil sacó su canasta de gaviotas deshidratadas
y las lanzó contra las ventanas de los hoteles.
Una horda de policías vino tras nuestros pasos.
Nos escondimos por un par de días en una cueva de tiburones.

Desde esa noche no nos separamos.
Leemos periódicos que alimentan nuestras fogatas a pie de playa
y cada jueves publicamos un folletín sobre cómo no tratar a las señoras.
Se vende lo justo y necesario para comprar el pescado nuestro de cada veda
y los suficientes litros de ron.
Un charlatán para otro charlatán.

Un momento.
Emil Cioran ha despertado
y, como fiel mantarraya,
debo llevarle al viejo un vaso de ron
antes de que empiece a recortar las alas de las pocas aves del puerto.

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Los ojos de Mary Shelley

La lluvia escasea en el Trópico.
Mary Shelley sabe que el mar es sólo una ilusión
que los costeros usan para no olvidar el verde de sus huertas.
Ella navega entre erizos cada miércoles.
El resto de la semana atiende un bar donde la tristeza se mide con vasos de ron.

Es noche de jueves.
Mary acaricia la espalda de una ballena que perdió la dirección de su casa.
Los clientes discuten sobre la dosis idónea de alcohol
que los llevará al amor sin sobresaltos.
Nunca llegan a un arreglo.
La madrugada fuma sin prisa en la acera y Mary les apura el último trago.
Le urge acurrucarse con la soledad de su sótano
para descifrar el algoritmo que seduce a la lluvia
y hace que cielo entero caiga de pie sobre Acapulco.
La madrugada estira sus dedos.
Mary lanza un bostezo al cobrar la última cuenta,
cierra la puerta,
descubre a una manada de orangutanes talando árboles
por los recortes en la distribución del agua.

Es mediodía de sábado.
Mary se reportó enferma desde el jueves,
se la ha pasado encerrada en el sótano,
estrangulando delfines y garzas para ofrendar al dios que hidrata nubes.
El ritual no funciona.
Mary se ha quedado dormida.
En sueños, se arroja de un yate a mitad de la bahía
Y un arpón antiguo le atraviesa el pecho.
En vez de sangre, de la herida brotan lágrimas que se detienen en las huertas secas.
El mar reverdece en frutos, réptiles y flores.
Mary despierta con espinas de tilapia incrustadas en las mejillas.
No le causan dolor.
Una ballena le acaricia la espalda.
Afuera, las nubes caen de pie en las banquetas.
Mary entiende que la lluvia se esconde en sus pupilas.

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Los caracoles que devoró Tarzán

Si mi mente aún no me falla, estoy seguro de que me llamo Johnny,
rompí 67 récords olímpicos nadando en los corazones de mujeres tropicales
y tengo una estrella en el punto G de esta galaxia.

Desde que atraqué en Acapulco soy pescetariano,
por aquello de que en el mar la vida está llena de escamas y de mierda.

Todos los que al día de hoy tienen por edad menos de cuarenta soles no me reconocen,
no saben nada de mí.
Ignoran que en el pasado iba al Malecón en tardes de lluvia
y niños callejeros me rogaban para que lanzara mi aullido:
me tragaba media docena de caracoles y mi garganta detenía la lluvia.

Soy un pez globo al que le crece un arrecife en el corazón.
¿O decapito medusas por aquello de la mitología griega?
Seguro vendo tilapias, pues alguien tiene que pagar la renta.
Creo firmemente que la belleza está en el ocio
y no tiene nada que ver con la playa, los cocos y la hamaca.

Cuando mi mente no falla,
surfeo una ola salvaje para retornar a la aldea africana donde nacieron mis raíces.
O, en una de esas, para escapar de este manicomio al que me condenó mi quinta esposa.

Mi mente no falla.

Mi espalda bronceada aún es firme,
mis pectorales y brazos tienen la fuerza para navegar los juicios finales de las negras,
mi voz arde con el fuego de moluscos
y derrumbo edificios y faros con mi aullido.

Aún me atrevo a perder el tiempo a mar abierto,
supongo que es lo único que cuenta
si he vivido más de cien años mintiendo para ser aceptado en esta tierra
y recibir un pasaporte.
Lo confieso: falsifiqué hasta mi propia muerte.

Antes de que me falle la mente,
también quiero contarles que acaban de descubrir un océano Pacífico en mis pulmones,
estoy condenado al destierro.
Es el precio que debo pagar por comer demasiados caracoles
y ser un inepto imitador de Tarzán.

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1 comentario

Ana Barousse

junio 22, 2021

«Palmes… !
Alors on se baignait dans l’eau-de-feuilles-vertes; et l’eau encore était du soleil vert…»

Palmas…!
Entonces nos bañábamos en agua-de-hojas-verdes; y el agua todavía era sol verde….
Saint John Perse (Eloges)

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