La obra La casa que fuimos, título galardonado con el Premio Nacional de Poesía Ydalio Huerta Escalante 2019, de César Trujillo, toca en lo sensible, en la verdad de que todos tuvimos una casa que ya no es, despierta en cada uno de sus lectores una opinión, un comentario. Así reza el mío.
En la primera sección, de tres que tiene, cuyo nombre es también el del libro, se topa uno con un verso fulminante, acaso el más duro de todo el poemario, y que continúa en el resto de los versos estableciendo parte de la dinámica que prevalecerá durante todos los poemas de esta sección. Rápidamente se percibe una presencia hecha de agua en la forma del llanto, así como se advierte el juego de la contraposición. La casa, y las vivencias que en ella se experimentan, toman voz en la unión de todos sus integrantes, como si todos convergieran en un mismo dolor para luego manar hacia el mundo agarrados de las manos, en condición de mutuo entendimiento, de empatía. Se entiende en el epígrafe del tuxtleco Juan Bañuelos: “Partimos la soledad como el pan más amargo”:
Del árbol de la casa se colgó mi hermano.
Nuestro llanto fue el pabilo negro de las velas blancas.
Mi madre, con el pálido rostro de niña y los cabellos marchitos,
enfundada en sus ojeras,
señaló la dirección de la partida.
¿Cómo manejar el suicidio del hermano, su muerte? ¿Qué hacer cuando se enmudecen, cuando se quedan sin techo, cuando ven correr el tiempo a través de la ventana? La voz poética reflexiona:
Lo nuestro fue el adiós más dulce,
la piadosa caricia de la madrugada.
Sin embargo queda esperar a que termine de amanecer, a que la luz de un nuevo día se abra en esperanza. ¿Qué hacer? Hay que procurarnos, no perdernos en las voces del pasado, puesto que nos llevaría a la locura, aceptar que “La casa quedó atrás.”, que “fuimos invocación de un ave negra”. Pero el luto, es sabido, está lleno de altibajos, de reflexiones que pueden solo hacerse cunado lo inevitable ha pasado, darse cuenta que “El último aliento de mi hermano / escondió el ulular de tecolote.”, que “Es la danza de un cuerpo guindado desde un árbol / lo que pesa del tiempo”.
Aunado a todas estas reflexiones sobre lo que fue y lo que queda, predomina el agua en el llanto, en la lluvia, en las goteras, en el río, elementos se mojan –la sábana que cubre el pasado, las paredes que son la casa– y se ahogan –la voz del hermano, otros familiares–. También la disputa diaria entre la luz, lo blanco, y lo sombrío, lo negro. Este es el poema que mejor ilustra esta situación:
La lluvia se colaba por los huecos de las láminas.
Mojaba las sábanas hasta encharcarse.
Se ahogaba:
como una bestia miraba la ventana
con los ojos en blanco.
Bajo el goteo de lo que no se nombra,
fuimos lo negro de la noche.
Hay que hablar, como ejercicio catártico, esos ruidos, esas sombras, eso negro que somos de vez en cuando. Por eso la madre “pinta un agujero negro”, por eso, también, existen estos poemas. Pero ¿qué pasa cuando el sentimiento nos desborda? Esto se explora en el padre: se nos presenta un hombre que enmarca su locura al usar un vestido, al desnudarse en un espacio público, al desgajar la puerta con un hacha y culpar a la familia de la muerte de su hijo –en vez de manar hacia el mundo agarrados de las manos–. La falta de unidad con los demás integrantes de la casa le lleva a robar la calma para siempre, a ser un hombre extraviado, enfermo, terrible, al que hay que nombrarle su locura con “lengua ajena al miedo”, contra el que solo queda recordar que en algún momento “nos supimos queridos” y aceptar que “Todos éramos el tiempo / corriendo entre desnudos.”.
Pero también hay otras imágenes llenas de esperanza que ya no dependen de un significado y las distintas palabras para aproximarse a él, sino de un significante: “Cada mañana / me da el nombre heredado por la muerte / frente al cuadro / donde una naranja ha sido pintada por Gustav Klimt.”, “La única luz brillaba en el naranja de sus ojos”, y en la segunda sección: “El abuelo se tiende en la hamaca bajo los naranjos. / Desde ahí puede ver las nubes.”, “Los tíos y mi madre se arremolinan: comen gajos de naranja”.
Así nos introducimos a Memoria de la casa, segunda parte del libro. Aquí se rompe terminantemente con el tono de los poemas pasados: no se trata ya de lo que fue y de lo que nos queda en relación a la muerte del hermano, sino que es recuerdo de la casa misma: lo que fue en un tiempo pretérito, cuando aún la madre era una niña y apenas se pronosticaba la muerte de la abuela zurciendo con aguja negra, y que hace interferencia con el presente de la voz poética. Se entiende que el abuelo es el protagonista de esta serie de poemas por ser la memoria más vieja que queda, la del génesis mismo:
Mi abuelo construye la casa desde el sueño.
Acarrea troncos
y cerca con púas la media hectárea
que el padre de mi abuela le heredó antes de morir.
Y la que observa morir en el camino, sin saber que esa muerte en el futuro anidará en lo más íntimo, que él mismo será sin techo:
En la mesa da gracias a Dios:
bendice los frijoles, las tortillas, la carne y las verduras,
para luego pedir por los desamparados,
los sin techo,
los que observa morir en su camino.
La voz poética solo tiene acceso a esta información a través de lo anecdótico, de las historias que le cuenta el abuelo, pero también la madre y una voz otra que no se nos dice a quién le pertenece (sobre esto tengo mis conjeturas: en el libro, se usan las itálicas para decir lo que dijo una persona, encarna directamente la voz. Entonces, ese poema de la página 52 que está escrito todo en itálicas, en primera persona y con versos recargados a la derecha, ¿quién lo dice? Por esta alineación sobre el marco derecho, que denota una contraposición, un lado que es otro, yo creo que es el difunto hermano quien habla) y que esclarece la violencia de su padre porque “Mi padre se tragó el coraje. / Se quedó con la rabia entre los puños.”. Como he dicho, la voz poética habita el presente y puede resignificar, entonces, lo pasado, por lo que cuando “El abuelo mira al horizonte / como si las llamas que consumen la casa aún le quemaran los ojos.”, también se evoca a su construcción, a sus características y a los padres del abuelo. En sí, este elemento ígneo parece ligarse al tiempo: todo ha de consumirse, volverse ceniza. Por eso el sueño se liga también a la destrucción, por eso estar “Con los ojos abiertos / evita que las llamas que consumen la casa (o el patio donde nunca jugó) / le quemen el pecho.” y también “Despierta para que el fuego no lo alcance.”. Estos versos lo ilustran mejor, donde también se aprecia la mutación de lo onírico por el paso del tiempo:
Noche a noche
la casa se destruye desde el sueño.
Después de estos versos llegamos a la Memoria del agua. Luego de 37 poemas, repartidos en las primeras dos partes, quedan los últimos cuatro, donde toda la preciosa y precisa carga simbólica que se ha desarrollado llega a su punto máximo, a su razón última: incluso pareciera que esta es la parte que se ha escrito primero. Como mencioné al principio de este texto, el agua es un elemento recurrente, ya sea en el llanto, en la lluvia o en el río. Aquí se nos muestra a los lectores lo que simboliza, “Cuando el agua despierta se estira dentro de su piedra. / Es / las venas de una mano, / el relámpago del cielo,” y continúa, más abajo, “La memoria guardada en una piedra tocó su corazón.” y aun más abajo, al final, “El canto es el hilo de agua / donde beben los animales.”, donde se entiende lo que es la poesía: que un canto es memoria por ser agua. Pero incluso más: que el agua es la experiencia vital de la vida, lo que se incrusta en la memoria: la muerte del hermano, el motivo del incendio, sí, pero también habrá “la luz de una semilla que extendió sus alas desde dentro / para pintar de verde el horizonte.” que provoca la sal del llanto, que cuando interfiere con la roca hace despertar el corazón del agua, que estire sus brazos, sin importar el nivel de la sequía. Me permito aquí reproducir el último poema:
La memoria brotó.
El cuerpo transparente recorrió los valles.
Primero, la piedra.
Luego, el agua.
La memoria guardada dentro de su cuerpo:
la gota de lluvia,
la lágrima,
la vida.
El agua tiene memoria, reza el abuelo
entre el bullicio de las piedras que ruedan en Chancalá.
Es la luz que no se nombra,
las noches sin guardar.
La casa que fuimos es, como no puede ser de otra forma, memoria, lo que queda de lo que se marcha sin retorno. Por eso, también, ningún poema tiene nombre: porque los recuerdos se nos presentan en imágenes. En cada uno de los versos de este libro se escucha el agua cayendo, corriendo o estancada, en el movimiento del cambio de página se mojan las yemas de los dedos, se experimenta la vida, en fin, en contraste con la muerte. Por las razones aquí compartidas se les invita a todos a leer este libro, a encontrar el agua que existe en el incendio y después de él. Y desde estas palabras se le manda un saludo a César Trujillo y su libro acuático.
Izhar León (Tuxtla Gutiérrez, Chiapas). Actualmente estudia la licenciatura en Lengua y literatura hispanoamericanas en la Universidad Autónoma de Chiapas.