Columnas, Constelaciones,

Borges, el metafísico

Borges

A propósito de la escritura de Jorge Luis Borges, Carlos Fuentes le comenta a Julio Ortega que de ella le interesa su “increíble capacidad para construir arquetipos metafísicos platónicos, como el tiempo absoluto de ‘El jardín de senderos que se bifurcan’, el espacio en ‘El Aleph’, la biblioteca total de ‘Babel’.” Recupero estas palabras en función de cierta tonalidad metafísica que me intrigan de la escritura de Borges. Si la filosofía se nutre de elaboraciones conceptuales, si nos ofrece la posibilidad de construir andamiajes categoriales que nos explican la realidad o, en su rostro metafísico, edifica una colección de mundos que se nos escapan de la certeza y nos llevan a imaginar silencios cognitivos, con la belleza de la abstracción, pero mediado por la materialidad del cuerpo humano, entonces, Borges tiene cabida en la notación de estas manifestaciones del pensamiento. Borges es ante todo un lector omnívoro.

No hay currículo universitario en él, tampoco la sombra divulgativa de sus autores fetiche (Berkeley, Pascal, Spinoza, Schopenhauer). No es el texto universitario con temas normados por un aparato castrense que pretende ser científico, ni el proyecto que explica ciertas conjeturas de aquellos autores que nos apasionan, no es la divulgación su ruta, ni el conocimiento inerte su finalidad.

Borges va al centro y a la periferia de la pregunta humana; nos descubre las posibilidades verbales del lector total. En el fondo toda escritura es ficción; las construcciones de la teoría filosófica son productos nacidos de un mundo plenamente cartesiano, del interior metafísico humano. Ficciones: entidades dotadas de sentido, edificios verbales que, en buena medida, explican el mundo, pero que también lo recrean. No llamaré a Borges filósofo en la medida en que él mismo nunca se nombró con ese epíteto, pero en función de los rumbos del lenguaje que imaginó, puedo afirmar que su literatura, está en el mismo camino, de las preguntas que inquietan a todo ser humano; Borges sería más bien un escritor metafísico que edificó ficciones verbales a partir de categorías concretas, palpables, que nacen del esfuerzo cognitivo y que explican aquello que está frente a nosotros, dicho de otro modo, lo que todo sistema filosófico busca irremediablemente. Borges propone estos “arquetipos metafísicos” con las herramientas que subyacen a toda escritura sin más. Quiero decir, que no son elementos filosóficos los que se encuentran en el discurso de Borges, aspectos que pueden ser descritos, clasificados e interpretados (todo trabajo de tesis puede hacerlo), hablo más bien de la posibilidad de que la escritura de Borges nos enfrente a una síntesis estética, un golpe profundamente cognitivo y, replanteando la propuesta de Harold Bloom, no sólo a la sabiduría, sino al conocimiento mismo. Nos posibilita el poder arrancar ideas, procesos, formas, pero, también, entidades abstractas que logran dar sentido a necesidades comprensivas de un lector o una lectora. Leer a Borges no conlleva un reto erudito, sino un reto profundamente epistemológico y sentiente; una alternativa ante las exigencias que la modernidad posindustrial y el fin de la experiencia nos imponen. Leer a Borges es hacer el viaje desde la virtud, como una entidad en sí misma, hasta el orden concretamente moderno. Se trata de un escritor que nos ofrece mundos posibles desde una dimensión filológica, pero que buscan intensificar la experiencia humana, mediante el discurso como una forma estética para explicar la realidad. Todo por medio del invento más cercano a nosotros: la escritura.

***

¿Qué mundos metafísicos nos ofrece Borges? Reformulaciones del tiempo, metáforas que se concretan en categorías, espejismos verbales, imágenes en busca de sentido. En el margen, desde la posibilidad intrínseca de la escritura, Borges ante todo nos reveló a Occidente, nos reveló sus raíces primordiales. La ficción: “Quizá la historia universal es la historia de la diversa entonación de algunas metáforas”, escribió al final de su ensayo “La esfera de Pascal”. Occidente nació bajo el equilibrio de la ficción. Historiografía, universalismo, civilización y progreso (Immanuel Wallerstein). Ficciones, adecuaciones nacidas de la escritura, descripciones, categorías, conceptos, abstracciones, creación. Occidente nos impuso sus ficciones. Borges fue quien las despojó de la falsa ilusión de verdad, para recordarnos que la humanidad, nacida de la urgencia por sobrevivir, tuvo en la escritura su demiurgo. Expresión y expiación, nacidas de los mismos procesos íntimos que imaginaron teologías, filosofía, ciencia, mitos, metáforas, creencias, literatura. La escritura no tiene géneros, es todos los géneros. Y eso nos reveló Borges: ficción que revela la ficción. Borges es el primer lector que entendió a Occidente. Visibilizó sus escrituras, sus metáforas, sus mímesis, sus ficciones. Escribió sin el caudal de los torrentes dialecticos, sin la ruta de los sistemas baconianos, sin la vastedad tomista, sin la apuesta newtoniana, pero los volvió escritura: ficción que los define. Escribió Ricardo Piglia:

“Quizá la mayor enseñanza de Borges sea que la certeza de que la ficción no depende solo de quien la construye sino también de quien la lee. La ficción es también una posición del intérprete. No todo es ficción (Borges no es Derrida, no es Paul de Man), pero todo puede ser leído como ficción. Lo borgeano (si eso existe) es la capacidad de leer todo como ficción y de creer en su poder. La ficción como teoría de la lectura.”

Yo iría más a fondo que Piglia. Todo lo escrito es escritura, ficción que se adecua a la realidad. Derrida es ficción, Paul de Man es ficción. La capacidad de leer todo como ficción, lo borgeano, es la capacidad filosófica de interpretar al mundo y conocerlo.

***

Si para Piglia hay algo de modélico en el lector que fue Borges, tal vez, el último lector, Borges también marca no sólo un límite temporal, sino que la interioridad en que la escritura es todas a la vez, ciencia, filosofía, literatura, es además el límite en el cual un género literario, deja de tener sentido o lo tiene sólo en el ámbito de la crítica o la academia. Borges tiene como género literario la escritura misma. Estoy seguro que a él le chocaría esta afirmación retórica; sin embargo, en tanto mía, no me importa reservar la mesura para mis expresiones. Borges es ficción. Escritura. Cada lector o lectora busca ciertas conjeturas laterales en lo que lee, angustias que están al margen de lo que el sentido en cuanto sentido nos ofrece. Lo escrito por Borges está colmado por conjeturas metafísicas, sobre la idea misma de metáfora, como de una representación material intelectiva: “podríamos”, dice Borges, “inferir que todos las formas tienen su virtud en sí mismas y no en su ‘contenido’ conjetural”. Si por forma entendemos una manera particular de disponer las partes de un todo, afincado en un tiempo artificial, cierto ritmo que tensa las relaciones entre los elementos que componen ese todo, diré, entonces, que estas palabras de Borges nos ofrecen la puerta a su escritura. Sistema que se concreta en la conciencia de las palabras (Elias Canetti). En ese discurso consciente de sí mismo está la relación de Borges con la filosofía (inventiva de la razón que es rebasada por la escritura misma). Esa es la virtud de su disposición. Porque, finalmente, la escritura es uno de los tantos ejercicios que nos preparan para la muerte (con perdón de Sócrates). Es en ella donde podemos unir cada punto que nos dio sentido (ficciones a las que nos sujetamos con firmeza), momentos en que rebasamos los límites de lo real, para explicarnos nuestros propios pasos. Casi en tono de despedida fueron escritos estos versos que trasudan su energía metafísica, un Borges maduro, sabe que ya vienen las noticias últimas:

Hay una línea de Verlaine que no volveré a recordar.
Hay una calle próxima que está vedada a mis pasos,
hay un espejo que me ha visto por última vez,
hay una puerta que he cerrado hasta el fin del mundo.
Entre los libros de mi biblioteca (estoy viéndolos)
hay alguno que ya nunca abriré.
Este verano cumpliré cincuenta años;
la muerte me desgasta, incesante.

Ficciones que nos dan sentido, metáforas de las cuales tomamos aquello que de virtud trae su forma, la expresión inequívoca de “lo que es”, pero que no se agota en la lectura, cobra cierta lateralidad concreta, corporal: la ingenua tendencia nuestra a la certeza, la caída libre que representa la realidad, la embriaguez de la forma, el sueño de lo posible que se concreta en la inicua posibilidad de ser y, en definitiva, la urgente ansiedad por la verdad. Borges supo que todo lo dicho es recreación; porque la verdad está en aquello que se nos escapa, en aquello que simbolizamos con el lenguaje. Doy, entonces, algunas palabras que van más allá de lo dicho: nos fijemos en esas metáforas que llaman progreso, universalidad, democracia, libertad, Estado, metáforas que han concurrido y dirigido al planeta. Metáforas que suplantaron a otras, más antiguas, menos universales, juzgadas anacrónicas, olvidadas en un tiempo que negó que todo es ficción. Unas palabras más: veamos al ser que brota asilvestrado en la periferia de esas metáforas, al ser que tiene la piel dorada por siglos de historia, de explicaciones, de descripciones, de categorías, de certezas lógicas, ese ser que lleva el polvo de una tierra que no se agota en lo dicho, ni en lo vivido, ese ser de carne que necesita crear las nuevas metáforas, las nuevas ficciones. Crear otra vez el sentido, crear otra vez las palabras, la escritura. Ese ser que necesita arrebatar la palabra a Occidente.

(San Cristóbal de Las Casas, Chiapas, 1981). Estudió Lengua y Literatura Hispanoamericana en la Universidad Autónoma de Chiapas; así como la Especialización en Literatura Mexicana del siglo XX en la Universidad Autónoma Metropolitana (Unidad Azcapotzalco). Obtuvo el Segundo lugar en los Juegos Florales San Marcos Raúl Garduño en el 2014. Ha publicado el libro colectivo Entre lo timorato y lo arrogante; así como Dalton. Ha publicado en revistas como Tierra Adentro, Rio Grande Review y Lagarto con paraguas.

Opina