La misma madrugada en que la comunidad literaria esperaba el anuncio del nuevo premio Nobel, escuchamos de la muerte de Enrique Servín. Siempre dule cuando un bueno se va, pero cuánto más duele la muerte perpetrada a manos de la delincuencia. ¿Dónde está el valor de la vida hoy día? En qué rinción no hemos de replegar los que creemos todavía, como Servín creyó, que la palabra vale; que el amanecer con sus colores todavía merecen la pena madrugar.
Incansable luchador del derecho a la lengua, a la subsistencia de la lengua, Enrique fue la figura de un caballero. Un generoso maestro que, siempre en su centro, fue la certeza de que esa vieja estirpe de gente buena haciendo cosas relevantes haría de este mundo un sitio mejor.
Ayer, lleno de coraje, huerfano de Enrique, pero también de esperanza, como si con su muerte se derramara esa gota (de sangre) en donde la posibilidad se cierra, el ánimo se desgasta y el anhelo se vuelve futil, hablé con un amigo, escritor, mucho más cercano a Servín. Lloré con él, mientras le decía: carajo. Y hoy, siendo consecuente, cedo el espacio de estas Necrológicas literarias a unas palabras que escribió. Y lo repito: Noel René, carajo… qué solos, y que tristes y desdichados nos estamos quedando, y es nomás culpa nuestra.
Julio César Toledo
a Kenia e Iram, y a sus hermanas
Estoy del otro lado del oceáno, en Atenas, la ciudad donde deberías haber estado estos días. Cuando vuelva a México no te volveré a ver, ni escuchar. Lo escribo y me abruma, el verso de Poe me viene a la mente: Never more, never more.
Te debo la poesía, por cuyo camino tan generosamente me condujiste. Ayer que supe la noticia pensé en Stop all the watches de Auden, el poema que condensaba mi dolor.
Callen los pianos y con ese tamborileo sordo
saquen el féretro… Acérquense los dolientes
que los aviones sobrevuelen quejumbrosos
y escriban en el cielo el mensaje: él ha muerto.
Dice la versión que hiciste al español. También fueron tus propias líneas las que recordé durante todo el día mientras trataba de comprender lo que significaba tu ausencia, tu ya no estar en el mundo. Uno de los poemas que forman parte de tu libro El agua y la sombra lo expresa mejor que yo:
ELEGÍA
Un hombre joven toca su violín tarahumara
todas las tardes en su cuarto. Jesús Hielo.
Mi hermana lo recuerda, en Cerocahui.
—Afuera crece el mundo, concreto y vasto
Los cerros, interminablemente árboles, coníferas
los sembradíos, pastos, piedra, arenas.
Hoy murió.
Era mestizo, me dicen
contesto que tiene facciones muy indígenas
y debo corregir, tenía.
Es triste, esa primera vez, al hablar de alguien
usar el imperfecto
el verbo vivo, firme, cede al fin:
hablaba, decía. tenía, era.
Hielo tocaba su violín en la sierra.
Que eras un mago con las palabras nadie lo pone en duda, de los muchos momentos en que te vi ejercer esa magia, en que conjurabas espacios y tiempos tan distantes para hipnotizarnos y compartir lo que una poeta china sintió en el siglo VIII o lo que un bandolero francés del siglo XV, fue el momento en que lograste, con la pura fuerza de tu voz recitando un poema, embrujar a un grupo de adolescentes preparatorianos en un pueblo en mitad del desierto.
Fue en 2012 del trabajo te mandaron a la preparatoria de Ojinaga para hablar de Solar, la revista que edita el entonces instituto de cultura de Chihuahua, hoy secretaría. No era parte de tu trabajo, del Programa Institucional de Atención a las Lenguas y Literaturas Indígenas –al que al año siguiente ingrese a colaborar–, pero así era tu trabajo, muchas veces hacías más de lo que te correspondía.
Nos encontramos con un salón de actos colmado de adolescentes, en el que no había aire acondicionado. Ellos, como buenos adolescentes, bromeaban y gritaban aprovechando que por tu llegada tenían una clase libre, los maestros trataban infructuosamente de calmarlos. Tú estabas en el templete, como siempre antes de pasar al público nervioso —algo que sorprenderá a quienes veían tu desenvoltura cuando tomabas la palabra, pero, eras así—. De pronto, con la revista entre las manos diste un paso al frente y comenzaste a recitar —de memoria, como ahora yo mismo lo haré siguiendo tus pasos, y tratando de evocar tu versión—
Vivamos y amemos, Lesbia mía,
que a los soles les es dado volver a brillar,
pero, para nosotros, una vez la luz se ha puesto,
la noche es perpetua.
Dame un beso y después otros mil y después otros cien,
hasta que los viejos envidiciosos prefieran contar,
antes que nuestros besos, las estrellas del cielo
o los granos de arena del Sahara.
Mi memoria no es tan prodigiosa como para recordar a Catulo en latín, como tú lo hiciste esa mañana cuando todos los adolescentes quedaron cautivados con tu voz. Más de cincuenta adolescentes dejaron de hablar, de gritarse, de lanzarse comentarios soezes unos a otros, las muchachas de arreglarse el cabello o ponerse labial, para escucharte, para oír tu voz.
Tú les explicaste la belleza y la magia de la poesía, la forma en que después de dos mil años las palabras de Catulo seguían conmoviéndolos y diciéndoles algo. Esa es la poesía, esa es la magia de la poesía que tan bien conocías.
Me quedó contigo en ese salón, que con la sola potencia de tu voz hipnotizabas, me quedo contigo recitando poemas de memoria, me quedo con los poemas que aprendí por ti.