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Recordar

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A mi padre

Tal vez, recordar signifique volver presente el pasado que traemos en el cuerpo. Supongo que el pasado existe en función de que somos capaces de llevarlo con nosotros; actualizamos el pasado por medio de nuestro presente. El recuerdo no existe en sí, es parte de un presente inmóvil, casi imperceptible —casi, en la medida de que el presente no es indiferente a nuestra vida interior—. Quevedo lo ha dicho con mejor suerte:

Ya no es ayer; mañana no ha llegado;
hoy pasa, y es, y fue, con movimiento
que a la muerte me lleva despeñado.

En el presente —que hoy pasa, y es, y fue—, aparece el tiempo como un despeñadero, precipitarse, caer en el movimiento de la inmovilidad, en el presente total que nunca desaparece, la única realidad que podemos sentir en el cuerpo. Recordar, entonces, significa recuperación hacia el presente. Vivimos en un “desmoronamiento silencioso” del recuerdo, como lo describe Salvador Garmendia: “…le pareció que ya no había presente sino la inmovilidad de las cosas llenas de un tiempo apaciguado y simple. En el desmoronamiento silencioso que ocurría en su interior, formas y palabras rodaban y desaparecían en un inesperado declive”. Ahí habitamos, en esa “inmovilidad de las cosas llenas de un tiempo apaciguado y simple”. A contracorriente de las metáforas con que asumimos el tiempo, torrencial o silente, el tiempo se llena de esa inmovilidad. No hablo del viejo Parménides, ni de Heráclito, tampoco discuto sobre dialéctica material, ni creaciones de una razón sarnosa que nos subsume en la creencia de una finalidad especial. Mis palabras tienen una intención discreta, habitamos el tiempo apaciguado y simple, habitamos un despeñadero temporal que nos arroja al mundo —sí, mundo— con indiferencia. No hay contradicción, el presente de la inmovilidad es el presente de la exterioridad; el presente del desmoronamiento es interior; por eso el recuerdo es presente, el regreso del pasado en el despeñarse que pasa, es y fue. En este presente del recuerdo apacible y simple, despertar es traer a cuenta a los seres que he sido, los espacios que he recorrido, los muertos que me son, los vivos que me circundan; no hay muerte en el presente, ya que el recuerdo lo atraviesa todo. Dice Lezama Lima:

De pronto, recuerdo,
con las uñas voy abriendo
el tokonoma en la pared.
Necesito un pequeño vacío,
allí me voy reduciendo
para reaparecer de nuevo,
palparme y poner la frente en su lugar.
Un pequeño vacío en la pared.

Estoy en un café
multiplicador del hastío,
el insistente daiquirí
vuelve como una cara inservible
para morir, para la primavera.
Recorro con las manos
la solapa que me parece fría.
No espero a nadie
e insisto en que alguien tiene que llegar.
De pronto, con la uña
trazo un pequeño hueco en la mesa.
Ya tengo el tokonoma, el vacío,
la compañía insuperable,
la conversación en una esquina de Alejandría.
Estoy con él en una ronda
de patinadores por el Prado.
Era un niño que respiraba
todo el rocío tenaz del cielo,
ya con el vacío, como un gato
que nos rodea todo el cuerpo,
con un silencio lleno de luces.

Todo sucede en el recuerdo, presente de la inmovilidad, no hay río, ni opuestos, ni línea, ni flecha; tan sólo la presencia desnuda que atraviesa nuestro desmoronamiento interior. Estoy con él en una calle colorida de Yucatán —camina en silencio, su cuerpo es joven, dócil y alegre, no camina, casi trota, juega conmigo, no habla mucho—; estoy con ella en el instante en que de la herida al llanto nací cierto día del 81 —ella con miedo, dolor y asombro, sus manos nacidas del sueño, sus piernas conteniendo el dolor del primer parto, su imagen toda en el acto dolorido del nacimiento—; estoy con mi abuela el día en que arrancó los miedos que acompañaban mis pasos —miedo de los habitantes de una casa que no deja de ser más, de ser cuerpo de muchos cuerpos, sobras, gritos, rastros del sonido nocturno—; estoy en la mirada jovial de mi abuelo —me observa en este momento que soy el vacío, la soledad del nieto lejano, el silencio dócil del ausente—; toco el brazo trémulo de mi tío —toca mi rostro, sonríe, es un niño, es un sujeto solitario, es el juego mismo, pero no esconde su tristeza contenida de acompañante interminable—; estoy en el tapanco de una casa que no termina de caer —habitaciones blancas llenas de retratos, muertos, vivos, voces de la sombra, voces de la luz que se filtra, voces de la presencia, de la permanencia—; estoy aquí, con todos ellos, recuerdo, habitando la inmovilidad de las cosas, su aparente docilidad, también su rabia; su apacible caer interminable, movilidad, desde luego, pero movilidad estática hacia el interior de mí mismo.

Barrio Niño de Atocha, Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, 2019.

(San Cristóbal de Las Casas, Chiapas, 1981). Estudió Lengua y Literatura Hispanoamericana en la Universidad Autónoma de Chiapas; así como la Especialización en Literatura Mexicana del siglo XX en la Universidad Autónoma Metropolitana (Unidad Azcapotzalco). Obtuvo el Segundo lugar en los Juegos Florales San Marcos Raúl Garduño en el 2014. Ha publicado el libro colectivo Entre lo timorato y lo arrogante; así como Dalton. Ha publicado en revistas como Tierra Adentro, Rio Grande Review y Lagarto con paraguas.

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