Suena Chopin. Yo toco la puerta del apartamento, y él abre. Veo dos cosas: la cantidad de libros que son telón de fondo de la escena que comienza, y el brazo blanco y velludo de quien me recibe. No sé por qué me llama la atención su brazo, los libros sí. Hay un piano. Él dice: pasa. Suena Chopin, ya lo dije; y no es que yo lo sepa en ese momento, sino que él, mi anfitrión, lo dice justo después de decirme que pase.
Pasa. Estoy oyendo a Chopin.
Caminé varias cuadras por el centro de la ciudad para llegar al domicilio que apunté en un programa de mano de una obra de teatro que no me gustó.
Regina huele a meados (lo dijo con más glamur que yo María Félix), pero también huele a café. Y huele a sábado en la mañana.
Casi no hablo porque su voz es casi escénica, llena su sala; y lo que dice embriaga. Sorbo café que él preparó, muevo los ojos tratando de localizar entre sus libros algún título que reconozca, que yo también tenga, qué se yo, algo que nos acerque. Que acerque a él. Porque, no sé decir muy bien por qué, pero le quiero, le aprecio, aunque sea la primera vez que estamos frente a frente. Ya no suena Chopin. Su velludo brazo va de la taza (de café que él también bebe) al ademán que adorna lo que dice, al libro que abre para apoyar eso que está diciendo.
Hay una menorah sobre el piano. ¿Es judío? Bueno, en el librero de mi abuela hay una también y nadie está más lejos de ser judía que ella.
Ya no suena Chopin, y sin embargo, su discurso es melodioso como si una obertura ensayada, con sus andantes y allegros, estuviese siendo ejecutada por su voz, por sus ejemplo eruditos y sus citas textuales. Qué lujo estar ahí, asistiendo a este festín de datos e ideas, de música hecha de palabras; todo en el escenario de este estudio que, no sé por qué, me recuerda tanto a un departamento en Nueva York, donde nunca he estado.
Eso es: estoy en presencia de una fisura en el tiempo y el espacio. Mi anfitrión es un hombre de su tiempo, moderno (trae puestos tenis Nike), y sin embargo lo es también de un siglo atrás; un humanista de los que todavía creen en la alquimia: habla latín y ha citado en griego también un par de veces. Esto es México y es Brooklyn. Es 1999, y por ello estamos aquí, porque él es un maestro generoso que abre las puertas de este apartamento a un joven perdido en su búsqueda de voz. Pero también es hoy, y por eso ese recuerdo breve de su presencia duele.
Antes de que el tiempo se contraiga, él, mi maestro, mi anfitrión que hizo café, el que extrañamente quiero, el brazo velludo que conduce las palabras por el aire de este tiempo ondular que llena sus huecos con fragmentos de Chopin, toma un libro delgado y lo firma con una elegante pluma negra, y me lo da.
Yo extiendo mis mano y lo recibo, lo guardo, lo conservo. Lo miro y le sonrío. Me despido agradecido.
Un instante nada más duró mi visita a su estudio. Una eternidad pareció durar (y acrecentar fortaleciéndose) la magra amistad entre nosotros.
Ese sábado temprano abrió un boquete en el tiempo. Hoy, me he metido en él para volver a ser tan joven que mirarlo por primera vez me cause asombro. Y poder cambiar, también por vez primera, de decirle maestro a llamarlo por su nombre: Sandro.
Este es un recuerdo que escribo en tiempo presente para saberle (lo que dura el texto, al menos) vivo. Porque ese día me dijo que un texto abre un hoyo en la realidad y bajo su potestad y tutela, sucede todo lo que ahí se dice, cuando se dice de veras. Por eso vuelvo a ese lejano día, para que los años que faltaban entonces para su muerte, corran lentos a partir de ahora, y él siga aquí otro rato, haciendo llevadero este presente que se escurre.