Tras una borrachera de mil sitios, de madrugada, mi primo Julián y yo caminábamos en la colonia Del Valle. Yo era un recién llegado; Julián, un músico en busca de sus primeras grandes oportunidades (quién iba a pensar que tocaría la batería, años después, en uno de los programas más famosos de la tele, luego sería reemplazado por un fantoche apodado Rudi, que aguantó la denigración del conductor). Vamos a casa de mi tío, vive aquí cerca –dijo–. A mí me daba pena molestar a un viejo a esas horas nomás por las ganas de seguirla, pero caímos. Nos abrió y para mi sorpresa había vino y cerveza y otros iguales de borrachos que nosotros. Yo no había hecho el cruce de los apellidos, pero de a poco, como en la cuarta cerveza y al cabo de escucharle y analizar aquella casa, grité: ¡eres Guillermo Samperio!
–¿Te debo algo? –dijo y se cagó de risa–
Yo había leído “Miedo ambiente y otros miedos”, y me había gustado muchísimo. Al grado que quise imitar su escritura en un libro que nunca concluí. Se me bajó la borrachera nomás de darme cuenta que estaba en casa de ese mismo Guillermo Samperio, y era tío de mi primo; mi tío por añadidura. La fiesta se prolongó hasta la noche del día siguiente (una fresca noche de verano, recuerdo) cuando entre broma y broma me dijo: –No te voy adoptar como sobrino, pero sí como mi alumno–.
Asistí a su taller durante muchas tardes, donde escribí mi primer cuento; uno que me quedó muy publicable pero que, desgracia de la época, perdí en un disco de 3 ½ para computadora donde tenía las dos únicas cosas que escribí en ese entonces; ese cuento de título: Nada nos puede pasar, y una obra de teatro (muy mala) con la que gané el premio de dramaturgia de la UDEM(Universidad de Monterrey, ciudad que hacía muy poco había dejado) y cuyo epígrafe era un fragmento del primer libro que leí de Memo, y que me doy el lujo de transcribir aquí, habida cuenta, que la muerte de Guillermo me permite la falta de claridad, estructura, y el exceso de cursilería.
Así una mañana como cualquier otra, uno siente que lo violeta se ha inmiscuido en nuestras entrañas. Desde luego que se siente pánico porque inevitablemente después se dice que el violeta es el color de la culpabilidad. Y si el amor nos ha rondado la cabeza, el hígado y el alma, lo negro no puede llevarnos más que al sentimiento de la muerte. La culpabilidad, la muerte y el amor combinan terriblemente bien. Ahí es cuando se afirma que nos habita un ser violeta manchado de penumbra que habla desde nuestros ojos. ¿Qué otra cosa se puede hacer?
(Algo sobre el color) Guillermo Samperio.
Esta mañana (que empezó casi como cualquier otra) sin sospecharlo, sin más aviso oficial que el Facebook, lo violeta se me metió hasta dentro y vino también el negro. Y la tristeza de la muerte de ese tío que fue mi maestro lo volvió todo púrpura y oscuro. No hubo más color que la nostalgia. Pero desde sus ojos (mirando por encima de los lentes) no habrá penumbra. Le recordarán algunos de gabardina y sombrero, otros (yo, creo) de pelo largo zanahoria y las manos llenas de anillos de plata, fumando eso sí, y enseñando a escribir con la generosidad de quien posee el oficio. En nosotros hablará él, y por él habremos de hablar los que le conocimos.