La tarde cae a plomo y tu turno en el trabajo está por iniciar. Urge que mandes el Platina al taller, pero, mientras que la UNAM no deposite, tendrás que usar el Metro. Te encaminas, arrastrando los pies, hacia División del Norte. Vas algo retrasada, pero la puntualidad nunca ha sido lo tuyo. Cargas tu bolso imitación de Tous en el hombro derecho, llevas tu anonimato a cuestas. El sol escurre por tu cuello y te sudan, secretaria cliché, las medias de tela opaca.
Pocos minutos después, bajas los peldaños de la estación y te internas en el averno chilango. Una vez en la taquilla pides, previsora, «dos por favor» antes de pagar con una moneda de diez. La mujer del otro lado del cristal te avienta los boletos y enseguida, con la prisa epidémica de la ciudad, trotas hasta los torniquetes. El hedor del drenaje te llega de golpe.
En el andén dirección Universidad, la gente se conglomera junto y detrás de ti como marabunta. No han puesto o ya la quitaron, no estás segura, la barrera para los vagones de mujeres y niños. Comienzas a sofocarte, por lo que decides esperar el siguiente convoy.
El tren que dejarás pasar llega y escupe una bocanada de gente. Te estremece la indiferencia de las caras. Bajo nivel, todos parecen adquirir rasgos uniformes. Un anciano diminuto entra flotando, llevado por la multitud que preña el vagón. La mochila de un adolescente queda prensada; él grita y las puertas se abren de nuevo unos segundos, que el joven aprovecha para insertarse en el montón de personas. También ves, a unos metros, la boca de una señora pegada como ventosa sobre el cristal opaco. El vehículo arranca y deja un eco sordo en la estación.
A los dos minutos arriba el siguiente tren, anunciándose con el claxon. En cuanto se abren las compuertas sientes una ansiedad que te ruge en la boca del estómago. Entras al vagón. No hay asiento ni un lugar del cual sostenerse, así que permaneces de pie en medio de la multitud, luchando para equilibrarte. Tu destino es la terminal.
El vagón se vacía paulatinamente, mas no se liberan asientos, por lo que sigues abrazada a un pasamanos. En la estación Viveros sientes una respiración pesada detrás de ti. Percibes que la boca del sujeto emana una peste como la del drenaje que oliste antes de abordar. Volteas discretamente y distingues una figura masculina con pelo blanco. Comienzas a sentir náuseas por el movimiento del vagón, el bochorno y el aliento del hombre combinados. «Ya casi», te consuelas.
Ahora notas que la enorme barriga del hombre te roza. Caminas hacia adelante para evitar el contacto, pero no tardas en sentir de nuevo su calor. Te haces a un lado para alejarte del canoso: tienes la esperanza de que ambos roces se deban al serpenteo del vehículo. Abandonas esta creencia cuando ves que él también se mueve sin disimulo, persiguiéndote, y se coloca detrás de ti. Sientes en las nalgas un mástil acosador. Te asqueas y te paralizas, no sabes qué hacer. Acaban de pasar la estación Miguel Ángel de Quevedo.
Caminas a la pared contigua del vagón. Te sonrojas y se te anuda la garganta. Qué ganas de hacer un escándalo, de gritarle; pero todas tus ideas se enmarañan y no pueden volverse acción. Volteas a verlo y crees que vomitarás. Cuando nota tu mirada sobre la suya, el sujeto gira, baja la cabeza, te dibuja una sonrisa perversa en un intento de coquetería y te penetra con ojos lascivos que te dejan helada. Justo cuando piensas que nada puede empeorar, el hombre abandona su sonrisa y con la lengua comienza a delinearse los labios, que terminan húmedos y brillantes bajo la luz del vagón. Sudas frío. Te quedas sin aliento cuando aquél junta sus labios llenos de saliva para crear un gesto grotesco que termina con un beso tronado. Oyes un zumbido interno, anhelas con todas tus fuerzas llegar a la terminal.
En la estación Copilco, ves que el regordete se alista para descender. El tren se detiene, pero las compuertas no se abren de inmediato. Él, como sellando el encuentro, va hacia ti y te dice al oído con voz ronca: “Adiós, mi amor”.
Narrador y ensayista xalapeño. Es profesor adjunto en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Colabora en publicaciones periódicas como Confabulario de El Universal, La Jornada Semanal, Letras Libres y Literal, entre otras. Textos suyos aparecen en antologías de cuentos mexicanos e hispanoamericanos (UV, UAM-X, BUAP y Ediciones Cal y Arena), así como de ensayos sobre literatura hispánica (Sussex Press). Es editor en la revista Cuadrivio y colabora con el Grupo Planeta México. Ha sido traducido al inglés y al francés. Twitter: @Eduardo_Cerdan